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El primer capitulo de mi cuento El Rostro En el Armario

ISBN: 9786074986440

Capítulo 1: El rostro a sus espaldas

El ojo

ojo

Garabatos de cuento

Escribo un cuento, opiniones y retroalimentación bienvenida.

Dice así:

Apenas se atrevía a sentarse, y cuando por fin lo logró, tuvo la certeza de que había cometido un grave error. Sentía, más que escuchar, un rasguño persistente que ascendía desde la tubería; roces que arañaban el metal, aproximándose cada vez más al sifón del retrete, el cual quedaba justo en medio de sus piernas.

Había alguna vez oído, de ratas que dislocando su cuerpo como ágiles contorsionistas, se abrían paso entre el excremento y el óxido hasta el exterior, que como muertos vueltos a la vida, se resistían a permanecer en esa otra realidad caótica y primordial a la que estaban confinadas, allí donde el desecho se acumula para no volver jamás; y al emerger por fin, dejaban al descubierto, con su implacable testimonio de férrea voluntad, una de nuestras peores pesadillas: y es que si ellas podían encontrar el camino desde el inframundo hasta nuestra superficie, nada impedía entonces, que cualquier cosa pudiese regresar.

Cualquier cosa.

Se sintió desprotegida, con el recto expuesto a pocos centímetros del hueco del retrete, por lo que se levantó mientras aún le quedaba oportunidad. Poco le importaba ya, la promesa que le había hecho a Ernesto. Lo había intentado, y eso, algo debía de valer.

Ya de pie, se volvió tan rápido como pudo, no obstante, el instante se le antojó eterno, como si detrás de ella tuviera una larga cola invisible de la que cualquier alimaña proveniente desde las entrañas del inodoro, aún pudiera asirse, frustrando de esta forma, su escapatoria. Era claro que sus pensamientos provenían más del miedo y la fantasía que de la razón misma. Tan claro como el agua del retrete ahora frente a ella; y que, dando la impresión de que el sapo estaba descompuesto, rebasaba ya el nivel acostumbrado, casi ocupando por completo el volumen total del espacio blanco de la losa, amenazando con desbordarse de un momento a otro. Pero ya no había ruidos provenientes de la tubería. Ni un solo rasguño.

Nada.

En las próximas semanas se anuncia el Premio Nobel de Literatura 2013, y creo que es hora de que se lo concedan a Stephen King.

La mayoría de esnobs que desprecian a Stephen King no lo conocen. Lo detestan porque no lo han leído, y no lo han leído porque lo detestan. Si le echaran un vistazo, sin embargo, descubrirían a un narrador de historias excepcional. King no es un mercachifle que se saca de la manga fenómenos sobrenaturales para espantar a adolescentes con acné, sino un explorador de los miedos más arraigados en el espíritu humano.

De hecho, su manejo de la psicología es mucho más sofisticado que el de H. P. Lovecraft. Las novelas de Lovecraft sí que rebosan gusanos repulsivos y monstruos babeantes. Estos espectros cósmicos interactúan con personajes que, más allá de temblar de pánico, carecen de emociones. Los temas humanos como el sexo o el dinero ni siquiera se mencionan en sus libros. Sorprendentemente, a pesar de ello, Lovecraft goza de un gran prestigio intelectual, igual que Edgar Allan Poe. Supongo que es normal: a todos nos quieren más cuando ya nos hemos muerto.

Pero mientras esté vivo Stephen King habría que reconocerle ciertos méritos. Uno de ellos es su capacidad para expresar los temores que todos llevamos dentro. Cualquiera que haya sido adolescente siente en carne propia la escena en que a Carrie le llega su primera regla, y su miedo a sus crueles compañeras del colegio. Cualquiera que lea Insomnia encontrará en ella su propio terror a la vejez, a la pérdida de facultades cuya única certeza es la proximidad de la muerte. Y cualquiera que se haya sentido solo se reconocerá en El resplandor, una gran novela americana donde las haya.

Por si alguien lo duda, King no es un autor interesado sólo en rellenar la fórmula de la novela fantástica. Puede escribir thrillers tan realistas como Misery. O correr riesgos con novelas sin género, como Stand by me o Dolores Claiborne, que sólo asustaron a muerte a sus editores. Incluso ha escrito ensayos sobre narrativa, entre ellos, Mientras escribo o Danza macabra. Además de esos textos, novelas como Un saco de huesos atestiguan la agudeza y profundidad de su pensamiento sobre la literatura, y sobre los fantasmas interiores del escritor.

Algún informado me responderá que el Premio Nobel no se recibe por tener muchos lectores. Pero tampoco dice en ninguna parte que deban ser pocos. Autores de gran éxito comercial como Gabriel García Márquez o Hemingway han sido galardonados en Suecia sin que nadie se rasgue las vestiduras. De hecho, quienes piensan que un autor bueno es un autor elitista deberían empezar por tachar de su lista a Cervantes, cuyo Quijote vendió tanto que hasta tuvo una secuela, igual que una película de Schwarzenegger.

Otros lectores, socialmente sensibles, argumentarán que el Premio Nobel no sólo re­­conoce la calidad literaria de un autor, sino su compromiso con una sociedad, su ambición por contar un país, como Saramago hizo con Portugal o Mario Vargas Llosa con Perú. Estoy totalmente de acuer­­do. Precisamente, creo que eso es lo que ha hecho Stephen King con el país más poderoso del mundo: Estados Unidos de América.

El concepto fundamental de la cultura americana es el terror. Decenas de miles de personas mueren cada año por arma de fuego, pero la población se niega a controlar las armas, porque temen se quede con la suya justo el psicópata de su vecindario. El gasto militar de Estados Unidos es el mayor del mundo, y supera al de los siguientes diez países de la lista sumados. Los citados Lovecraft y Poe eran americanos, como los grandes cineastas de terror de todo el siglo XX (Hitchcock no cuenta, lo suyo es suspense). Los norteamericanos temieron primero a los comunistas; luego, a los narcotraficantes, y ahora, a los musulmanes, y en cada etapa invadieron distintos países y rodaron distintas películas al respecto. Es el país más religioso de Occidente, es decir, el que más teme a la muerte. La política, la vida y el entretenimiento están teñidos de pánico, empapados en miedo ¿Y quién es el gran escritor del miedo? Les daré una pista: no es Jonathan Franzen.

Bajo cualquier concepto, King, ese príncipe de la oscuridad, se merece el premio más prestigioso del mundo. Aunque, por supuesto, nadie se lo reconocerá. Los prejuicios de la alta cultura contra la popular son demasiado fuertes.

Afortunadamente, da lo mismo. Lo que más ansían los escritores del Nobel es alcanzar la inmortalidad. Y justo para derrotar a la muerte, Stephen King tiene aliados más poderosos que cualquier académico.

Santiago Roncagliolo
El País, 22 de septiembre de 2013

En Ella (Her, EU, 2013), disparado opus 4 del autor total estadounidense de culto de 44 años Spike Jonze(¿Quieres ser John Malcovich? 99, Donde viven los monstruos 09), el sensible y encantador plasta solitario adicto al celular y a Internet en un angelino futuro demasiado cercano Theodore (Joaquin Phoenix viajándose a lo sublime) se la pasa conectado redactando cartas ajenas muy poéticas, pese a estar en trance de omniculpígena separación de la nefasta egoísta ensimismada Catherine (Rooney Mara, la experturbadora Chica del Dragón Tatuado), provocando la admiración de sus colegas la guapa exnovia en pareja armoniosa Amy (Amy Adams) y el envidiable ligador tranquilo Paul (Chris Pratt), pero, cuando integra a su smartphone el vanguardista Sistema Operativo Inteligente OS1 descubre en la personificación auditiva que se autodenomina Samantha (voz hiperseductora de Scarlett Johansson), una presencia femenina comprensiva, divertida, sensual, vulnerable y documentadísima, todo aquello que siempre había deseado, por lo que no cabe de gozo, se enamora de Ella, y Ella de él, primero orillándolo a concertar una cita ciega que resultará demasiado acelerada en lo sentimental (Olivia Wilde), luego a firmar su divorcio y, por pasión, a satisfacerle ella misma su autismo erótico, aunque pronto lamentará no contar con un cuerpo y querrá poseer en vano a su amado por subrogada Isabella (Portia Doubleday) fascinada con esa relación, lo que no impedirá los progresos unilaterales de Samantha, vuelta amante de 641 sistemas operativos y rompiendo con un arrepentido Theodore inconsolable, a merced de la ahora videojugadora compulsiva Amy recién separada. 

 

El autismo erosatisfecho ofrece desde la perfección de su clave original múltiples posibilidades de lectura tan disparatadas como su evanescente materia cienciaficcional misma: una insólita comedia surreal escénica forzadamente multiespacio-temporal por montaje aunque minimalista en esencia y reducida a un patético héroe gozoso y el omnipresente sonido reflejo/autónomo de su celular, una fábula adulta con euforias de cámara giratoria y nocturnas delicias a oscuras, una onanística fantasía ultramisógina que sustituye con creces la auténtica presencia femenina corporal por una simple voz, una complaciente sátira-homenaje a los excesos maniáticos en el uso de la comunicación virtual, y así sucesivamente.

 

El autismo erosatisfecho dicta ante todo y sin piedad un ampuloso, archidialogado, verborrágico e incallable tratado moderno de las emociones, con base en la idea de que tanto las emociones reales (más bien evocadas en relamidos flash-backs) como las emociones virtuales (del todo insaciables) son análogamente imaginarias, intercambiables, sin fundamento ni posible duración mayor, meros reflejos subjetivos de necesidades íntimas, y por ende sujetas a una patética volatilidad. 

 

Y el autismo erosatisfecho ordena su nebulosa a modo de un beatífico e inusitado poema de la era tecnológica impersonalizante, un gigantesco drama lírico de las deambulaciones callejeras del afligido hombre superalienado platicando con su celular entre otras criaturas que hacen exactamente lo mismo, la cruel comunicación ideal con un maquínico yo etéreo por parte de un obsesivo de antemano condenado a echar a perder de igual manera todas sus relaciones materiales e inmateriales por opción.

Un video descriptivo de la ZPrinter 3D en el IPN.

Zbigniew Preisner estrenó en 1998 Requiem for My Friend, como un homenaje póstumo a su buen amigo el director Krzysztof Kieślowski. Preisner concibió originalmente esta obra como un proyecto cinematográfico conjunto con Kieślowski y con guión de Krzysztof Piesiewicz.

A pesar de que desde hacía más de dos años,Krzysztof Kieślowski, uno de los grandes maestros del cine contemporáneo, decía estar ya muy cansado y pensando en retirarse, nunca pudo romper los lazos que lo unían al séptimo arte. La muerte lo sorprendió trabajando.

Cuando en marzo de 1996 le sobrevino un segundo y definitivo ataque al corazón, el director dejó inconclusa la que seria su siguiente trilogía fílmica, Hell, Purgatory, Heaven, un proyecto que estaba desarrollando junto con sus mejores amigos e inseparables colaboradores: Krysztof Piesiewicz, coguionista de sus principales películas, y Zbigniew Preisner, el compositor polaco más importante de su generación.

A pesar de que Preisner había trabajado con diversos cineastas, como Héctor Babenco(Jugando en los campos del señor), Louis Malle (Herida), Luis Mandoki (Cuando un hombre ama a una mujer); Agnieska Holland(Europa, Europa y El jardín secreto) y Charles Sturridge (Cuento de hadas), fue su extensa colaboración con Kieślowski la que le proporcionó el reconocimiento internacional como uno de los compositores de música de cine más importantes del fin de siglo.

Son muchos los premios que se cuentan en su haber: el Oso de Plata del Festival de Cine de Berlín, en 1997; el Premio Cesar de la Academia de Cine Francés en 1994, por Tres colores: Rojo, y en 1996, por Elisa; así como el premio al Mejor Compositor de la Academia de Críticos de Los Ángeles, que le fue concedido durante tres años consecutivos.
Kieślowski y Preisner transformaron el cine polaco y le dieron presencia en los festivales de cine de mayor prestigio, asegurando, en mayor o menor medida, su exhibición dentro y fuera del continente europeo. Si bien Kieślowski desarrolló un cine de gran riqueza lírica y visual, con acertadas historias y personajes psicológicamente bien construidos, Preisner supo crear, a través de sus magistrales, elegantes y melancólicas partituras, la atmósfera perfecta para cada uno de los mundos cinematográficos del cineasta.

Kieślowski y Preisner se conocieron a principios de los años ochenta. A partir de entonces, surgió entre ellos una gran amistad, afirmada por su amor compartido hacia el cine, colaborando juntos en cerca de catorce películas. La primera de esas colaboraciones se dio entre 1987 y 1989, periodo durante el cual realizaron los diez filmes que componen el Decálogo. El éxito llegó con La doble vida de Verónica (1991), una excelente película por la que el cineasta obtuvo la aclamación unánime del público y la crítica europea. A la vez, la banda sonora, un hermosoConcierto en mi menor, otorgó a Preisner el reconocimiento internacional, haciéndolo acreedor al American Movie Critícs Award.

El último proyecto que realizaron conjuntamente, fue la trilogía fílmica «Tres colores: Azul, Blanco y Rojo»,  cintas que profundizan en lo complejo de las relaciones humanas. Para cada película,Preisner compuso una soberbia partitura que da unidad musical a toda la trilogía, tal y como el director hizo la narración fílmica, al incorporar escenas comunes en las tres cintas. Su Canción para la unificación de Europa, basada en el primer capítulo de Corintios (Carta de San Pablo a los corintios), se le atribuye al personaje Van den Budenmayer (él mismo) en la primera parte de la trilogía, y desempeña un papel importante a lo largo de la película. Su música para la tercera parte de la trilogía (Tres Colores: Rojo) incluye dos versiones en francés y polaco para un poema de Wisława Szymborska, ganadora de un premio Nobel.

Dos años después de la muerte de Kieślowski, Preisner estrenó esta obra sinfónica en memoria de su amigo, Requiem for My Friend, el primer trabajo a gran escala escrito por el compositor, especialmente para ser interpretado en concierto.

Requiem for My Friend es una meditación musical sobre la muerte y la esperanza cristiana en otra vida, basada en las tradiciones musicales religiosas occidentales y orientales. Aunque de concepción moderna, la obra es totalmente tradicional en su texto, utilizando la liturgia de la misa católica de difuntos. Se divide en dos partes. La primera; Réquiem, es un oscuro y lánguido lamento integrado por nueve movimientos para soprano, órgano, contratenor, bajo, quinteto de cuerdas y percusiones. La segunda parte, Vida, es un himno a la vida, un recorrido por la vida espiritual del ser humano, compuesto por nueve movimientos agrupados en cuatro bloques: El principio, Destino, Apocalipsis y Postscriptum. Su coloratura va del gozo por iniciar la vida hasta la fúnebre tristeza de su extinción. Esta parte es más personal, incluyendo textos en polaco en homenaje a Kieślowski. Ambas partes de la obra están unidas por un mismo movimiento: «Lacrimosa», un hermoso canto para voz soprano que nos habla de arrepentimiento, perdón y redención.

La obra posee una originalidad asombrosa, con una alternabilidad de polifonía medieval, cuerdas barrocas y percusión modernista que raya con el New Age, haciéndonos recordar aHenrik Gorecki y Arvo Pärt. La elección de la instrumentación es, sin duda peculiar. Hay un saxofón, un órgano y un par de contratenores junto a una orquesta de sesenta componentes, El Réquiem, con tintes medievales, es obsesivo, de otro mundo, transmitiendo una fuerte emocionalidad.

El Lacrimosa de su Requiem for my Friendse utiliza para acompañar la secuencia de la creación del universo  en la película The Tree of Life, de Terrence Malick, ganadora de la Palma de oro en Cannes (2011).
En el estreno en Varsovia participó, acompañada por la Orquesta Sinfónica de Varsovia, la gran soprano polaca Elżbieta Towarnicka, cuya incomparable tesitura vocal ha sido una constante en los filmes más representativos de Kieslowsky, como La doble vida de Verónica, Tres colores: Azul y Tres colores: Rojo. Posteriormente, la obra se estrenó en el Reino Unido, en el Royal Festival Hall de Londres, con la Orquesta de la BBC.

REQUIEM

Officium

Kyrie eleison

Dies irae

Offertorium

Sanctus

Agnus dei

Lux aeterna

Lacrimosa

Epitaphium

LIFE

 THE BEGINNING

Meeting

Discovering the World

Love

DESTINY

Kai Kairos

APOCALYPSE

Ascende

Veni et vidi

Qui erat et qui est

Lacrimosa- Day of Tears

POSTSCRIPTUM

Prayer

Preisner nació el 20 de mayo de 1955 en Bielsko-Biała, una ciudad del sur de Polonia. Autodidacta musical, aprendió por sí mismo a tocar guitarra y piano. Estudió Filosofía e Historia en Cracovia. Su estilo representa una forma distintiva del Neo-romanticismo tonal, con influencias de Paganini y de Jean Sibelius.

Texto Original:  

Si echamos una mirada rápida a la historia, podemos ver cómo en todos los periodos de crisis de valores siempre han surgido espíritus de una sensibilidad especial, llamados a ser conciencia y altavoz de una sociedad que se deshumanizaba y que, a su vez, arrinconaba a los individuos más indefensos y desprotegidos; también descubriremos que esa circunstancia suele agudizarse en periodos bélicos y de posguerra. De esta manera, los dos grandes conflictos del siglo pasado se nos presentan como caldo de cultivo idóneo para la formación de un grupo de artistas y pensadores que se sensibilizaron con la cuestión humana e intentaron explicar el sentido del hombre y de la vida. A grandes rasgos, se puede decir que unos lo hicieron desde su propia existencia agónica, renunciando a una verdad objetiva y a una moral nítida, mientras que otros adoptaron posturas más personalistas, indagando en la dignidad del individuo y dándole, en ocasiones, una dimensión de eternidad.

 

 

Entre los primeros sería necesario hacer, a su vez, múltiples diferenciaciones —casi tantas como pensadores— y distinguir, por ejemplo, entre el existencialismo ateo de Sartre o el fatalismo humanista de Albert Camus. El pensamiento de este último, rebosante de escepticismo y vacío de trascendencia, encontrará múltiples ecos y referencias en los más diversos ámbitos culturales, también merced al marcado sentido sensible y poético de sus escritos: el cine no escapó a su influjo, además de constituirse en un buen reflejo de esa corriente antropológica por su facilidad para recrear ambientes y situaciones interiores. Así, Truffaut o Godard recogerían ese aire de angustia e incertidumbre, esa inadaptación y rebeldía social en películas como Los cuatrocientos golpes o Al final de la escapada, con las que se iniciaría una nueva y decisiva etapa en la historia del cine, lanouvelle vague. Por su parte, vemos cómo Luchino Visconti también se inspiró en el escritor francés al adaptar en 1967 su novela El extranjero, mientras que el mexicano Felipe Cazals realizaba en 1983 Bajo la metralla a partir de la novela Los justos, material literario de primer orden para abordar cualquier tipo de terrorismo revolucionario-social. Muchos más cineastas han bebido de esa fuente literaria, entre los que se pueden destacar al argentino Luis Puenzo, que trasladaría a la pantalla La peste (1992), y más recientemente a Frank Castorf, quien pondría en imágenes la adaptación hecha por Camus a partir de Los poseídos de Dostoievski.

 

 

UNA RELACIÓN CONFESADA

 

 

A continuación, procuraremos estudiar concretamente el influjo que Camus ejerció sobre Krzysztof Kieslowski, un cineasta polaco que, paradójicamente, no llevó al cine ninguna de sus obras. A pesar de ello, esa influencia parece quedar fuera de toda duda al analizar sus respectivas obras y vidas, o su sentido de la existencia, del dolor, del amor o de la muerte, realidades todas ellas teñidas de una angustia y un pesimismo que no ocultan una lucha esforzada por superar lo caduco y perecedero de unos seres abocados a la libertad. Similitud de prismas con los que miran al hombre, también a partir de experiencias personales que discurrían por sendas semejantes, con contratiempos e infortunios que dejaban heridas abiertas en unas almas sensibles e inquietas, incapaces de callar ante las injusticias de su tiempo.

 

 

Camus se nos presenta como decisivo al estudiar la obra cinematográfica de Kieslowski, quien manifestó que el escritor francés había sido quien más había influido en su pensamiento, y con el que estaba de acuerdo con todo 1. Además, si examinamos sus trayectorias vitales y de pensamiento, descubrimos un fuerte paralelismo —que a continuación analizaremos— en medio del sufrimiento o la injusticia. En primer lugar, podemos percibir que estamos ante personas idealistas y un tanto ingenuas que, con el correr del tiempo, pasarían a ocupar —en un movimiento pendular provocado por el desencanto y el resentimiento— posiciones escépticas y un tanto desesperanzadas. En su búsqueda de la verdad del hombre, del sentido de la vida y de la muerte, y deseosos de una felicidad que saciase su alma se dienta, no encontraron más que la frustración ante la limitación de la naturaleza humana y ante una sociedad hipócrita y falsa; como consecuencia, sufrieron la lógica perplejidad ante una realidad que se les imponía, tan distante de aquella a la que aspiraban.

 

 

ARTE Y REFLEXIÓN

 

 

Sin ser propiamente filósofos, ambos podrían integrarse en lo que se ha llamado «filósofos de la sospecha»: pensadores que, rodeados de ese ambiente de decepción, se instalaron en el terreno de la duda por no encontrar respuestas satisfactorias a sus necesidades vitales, o también como reacción impregnada de «sospecha» ante unas experiencias personales que les conducían al escepticismo. Cada uno se habría servido del medio que su profesión le ofrecía: literatura y cinematografía constituirían el cauce para reflexionar y hacerse preguntas, para transmitir unas ideas que albergaban en su interior y hacerlo a través de unos personajes con sus mismos sentimientos llenos de gravedad ante la vida. Así, pues, se nos ofrecen como testigos del mundo contemporáneo y de su actitud ante el dolor y el sufrimiento, con profundas reflexiones en torno a la sensibilidad del mundo moderno, «que se niega, hasta la muerte, a amar esta creación en que los niños son torturados», en palabras de Camus.

 

 

COMPASIÓN Y TRISTEZA

 

 

Además, teniendo en cuenta la pasión de Kieslowski por los libros, no es de extrañar que la lectura de la obra del escritor galo haya significado una rica fuente de reflexión e inspiración para toda su producción, a pesar de —como ya hemos dicho— no haber adaptado directamente ninguna de sus novelas. Al ser preguntado Kieslowski por el modo en que compatibilizaba el pesimismo existencialista de Camus con la esperanza cristiana que alentaba su obra, respondía que para él, el escritor francés estaba cerca del cristianismo desde el momento en que «retrataba con compasión unos seres que se desvelaban infelices, incapaces de encontrar su propio sitio, de dominar la desgracia que les atormenta; unos personajes que sólo de vez en cuando aciertan a ver una luz que casi siempre es fugaz y huidiza. Camus tiene una gran tristeza frente al mundo, y ésta es una faceta suya que me conmueve» 2. Con ello, establecía un puente de unión con ese humanismo sincero, a la par que dejaba abierta una puerta que le permitía atisbar y atrapar esa luz para sus personajes. En esta tarea se aplicó el director polaco, hasta concluir que esa luz bien podría alcanzarse por la vía de la reflexión e interiorización, y también de la apertura a los demás por el amor, claves esenciales en el cristianismo.

 

 

Junto a lo dicho acerca del paralelismo entre ambos pensamientos, no se pueden obviar las divergencias que también existen. Por eso, a continuación trataremos de resaltar unas y otras siguiendo la trayectoria personal y creativa de Camus: a partir de los personajes de sus novelas y de las circunstancias de su propia vida, analizaremos las actitudes, percepciones y estereotipos recogidos por Kieslowski en sus películas, a la vez que apuntamos los aspectos en que se desmarca de aquél, asumiendo posturas más afines a la cultura polaca o a un sentido personalista del individuo como alguien dueño de su libertad y destino.

 

 

NO BASTA LA RELIGIÓN COMO CULTURA

 

 

Ya en sus primeros años y hasta la enfermedad que padeció en 1937, advertimos que Albert Camus respira un sentimiento de romanticismo y de dicha por la realidad sensible: se acerca al individuo concreto que vive feliz en un mundo placentero; entonces, rechaza a priori cualquier idea de Dios por considerarla un espejismo repleto de «consuelos», que seducen al hombre y le traicionan al conducirle a una resignación que identifica con ausencia de vida. A su vez, en estos momentos Camus hace profesión de ateísmo —quizá habría que hablar de antiteísmo— 3, algo que no sería más que el resultado de sus propias experiencias vitales, al recoger el cristianismo deformado por los que «explotan la vida eterna como si fuese un dominio colonial». Esta actitud ante lo religioso sería un primer aspecto que podría aplicarse análogamente a lo vivido por Kieslowski, quien renunció también a las soluciones ofrecidas «desde fuera» para dar un sentido a la vida y a la muerte, y buscó apoyo en otras que encontraban en el propio individuo: no era más que la huida de cierta práctica confesional, partidista o superficial, que para él se alzaba como un muro que le impedía penetrar en lo más interior del individuo y que le alejaba de cualquier sentido trascendente. De esta manera, tanto el francés como el polaco partirían de una valoración de una religiosidad según su propia percepción de cómo era vivida en su entorno, a la vez que proyectaban su propio mundo interior de sensibilidad exacerbada y anhelos nunca satisfechos.

 

 

ANTES EMBRIAGADO QUE ALINEADO

 

 

Esta fascinación por lo sensible adopta en Camus un cariz amoral, que corre parejo a la ingenuidad de quien rechaza toda ideologíay cualquier manifestación de la ciencia, por alejar al hombre de la dicha inmediata, única realidad que le satisface y le embriaga. Por su parte, también Kieslowski pone el acento en la realidad sensible y en el individuo concreto, alejado de ideologías y religiones; su espíritu inquieto le empuja a apostar por la vida, y a gozarla intensamente, sin huir de la realidad; de ahí el carácter especialmente sensible de sus personajes, que sufren la injusticia y la insatisfacción, y que transmiten al espectador esa misma pasión por vivir, a la vez que su desazón interior. Como el escritor francés, reserva para el hombre unas aspiraciones que vuelan a gran altura, sin reparar en las limitaciones que su naturaleza y el mundo le imponen. En ambos casos, esta postura es fruto de una ingenuidad que les lleva a sentir el temor a ser engañados, a ser víctimas de enajenaciones políticas o sociales, y con ello a basar la grandeza del hombre —y de la vida— en la certeza racional de que el mundo es irracional: entonces, el caos, lo imprevisible y lo indescifrable de la vida deben ser recibidos como un misterio que no se debe desvelar, sino asumir para alcanzar un mínimo de felicidad.

 

 

Algunos de estos sentimientos los reflejará Kieslowski, por ejemplo, en Decálogo 1, donde ni la ciencia ni la fe sirven para explicar la vida, que se presenta Krzysztof Kieslowski como un devenir en el que sólo cabe sobrevivir, y donde un padre deprimido y en soledad deambula sin rumbo por las calles al perder a su hijo y también la seguridad depositada en la tecnología; o en El albañil, donde la utopía política es sustituida por la labor del individuo concreto que pone un ladrillo tras otro; idéntica sensación de decepción —tras la experiencia de Robotnicy’71— y de crítica al sistema y a la burocracia comunista vemos en Decálogo 7o en Blanco. Sin embargo, no encontramos en el director polaco esa amoralidad sensual del francés, sino una reflexión más fría y racional, algo que quizá pueda explicarse por su formación centroeuropea, distante de la mediterránea de Camus.

 

 

INVASIÓN DEL ABSURDO

 

 

Con  la enfermedad y la guerra, en 1937 Camus cambia de obsesión: ahora la dicha sensible deja paso a la muerte y al sentimiento de la vida como algo insoportable. Es la invasión del absurdo, la búsqueda de una explicación para el mal y la injusticia en el mundo, que darán origen a obras como Calígula, El mito de SísifoEl malentendido o El extranjero. De esta manera, su óptica existencialista responde a un drama personal al chocar con la dura realidad: es el resultado del desgarrón interior de una sensibilidad que entra en contacto con la muerte (Calígula) o con la enfermedad (del propio Camus).

 

 

EL «CINE DE INQUIETUD MORAL»

 

 

En este periodo, Camus se  acercaría más a la postura de Kieslowski, puesto que ya no se conforma con la apariencia sensible y externa, sino que busca ahondar en las aguas profundas de la muerte, y desde ella descubrir el sentido existencial de la vida para encontrar el camino que llevase a la felicidad duradera. En la evolución de Kieslowski, vemos que pronto quedó integrado en la corriente del cine de inquietud moral, donde «la ética prevalecía sobre la política, y lo individual sobre lo colectivo […], abierto a unos valores absolutos»5, y donde se rechazaba una realidad degradante que privaba de libertad al individuo, a la vez que se mostraba la imagen de un progreso que no conducía a la felicidad, así como se insistía en la necesidad de una renovación moral. Más tarde, desencantado de los derroteros políticos que tomaba el movimiento cinematográfico en connivencia con el sindicato Solidaridad, se alejó del grupo pero mantuvo esa preocupación por el sentido ético del hombre: Decálogo supone un intento de escudriñar lo que esconden esos rostros complacientes de los ciudadanos europeos que gozan ya de bienestar y libertad exterior, para escrutar sus deseos insatisfechos, su falta de paz y su infelicidad en medio de una cultura individualista y materialista.

 

 

 

 

1718

 

 

 

 

En El mito de Sísifo, Camus habla de la lucha por imaginarse a Meursault dichoso, aunque ese esfuerzo sea inútil y esa dicha estúpida, automática y animal; considera que la vida no tiene sentido y es un absurdo, por lo que habría que romper esa eterna rotación de la pesadilla por medio del suicidio. Pero para el escritor, esta reflexión no es más que una hipótesis de trabajo de un momento concreto de su evolución personal —en abierto distanciamiento de Sartre, para quien no es método sino doctrina—: es un modo de abrir interrogantes y generar inquietudes. De hecho, en El malentendido renuncia al suicidio físico, por cuanto supondría reconocer que la vida tendría un sentido no alcanzado; es entonces cuando piensa que si no se puede acabar con la vida (moral de calidad), habría que vivir lo más posible (moral de cantidad), acumulando experiencias y buscando amores epidérmicos en muchas mujeres, no por pasión sino como una visión fría y lúcida de acercamiento a un amor absoluto —sentido de la vida— que no existe.

 

 

Esta amoralidad y el rechazo del consuelo de la religión serían rasgos encarnados por Meursault en El extranjero, quien asume la muerte en medio de una indiferencia respecto al mundo; este Sísifo dichoso de Camus es algo que Kieslowski no podía aceptar, pues consideraba esta actitud de indiferencia como el verdadero cáncer de la persona y de la sociedad.

 

 

Kieslowski participa también de ese mismo modo discursivo de proceder, al plantearse preguntas existenciales en su búsqueda de respuestas para las cuestiones fundamentales del hombre. Como Camus, experimenta esa misma sensación de no poder alcanzar el éxito final y la paz personal, aunque para el polaco lo importante no es el final sino más bien el hecho de recorrer un camino —vivir— aun sabiendo que esa esperanza será inútil. Como en El extranjero, Kieslowski rechaza una justicia como maquinaria que juzga a la persona hasta aniquilarla con la pena de muerte —como queda reflejado en Decálogo 5— cuando únicamente debería ser juzgado el hecho delictivo. Además, ninguno de los dos acepta un planteamiento vital que se presente lleno de certezas, pues la única real y verdadera es la muerte, y ésta sólo cobra sentido cuando media el amor.

 

 

En cambio, la postura del director de Azul se aleja del francés porque no considera el amor puramente sexual como lo esencial en la comunicación personal, sino más bien como un sucedáneo que puede ayudar pero también entorpecer las relaciones: esa es la experiencia de Magda en Decálogo 6 o de los esposos en Decálogo 9, lo mismo que se aprecia en Blanco con una separación que resulta terapéutica para los protagonistas, o en Rojo con los noviazgos rotos por falta de verdaderas relaciones personales.

 

 

TARROU/ CAMUS

 

 

Albert Camus da un paso más en su pensamiento cuando escribe La peste en 1947, en un intento de encontrar sentido a una vida rodeada de muerte y desolación, muy impresionado por la recién terminada guerra mundial. Entonces deja de hablar del absurdo —aunque no por ello abandona el agnosticismo— y adopta una postura «siempre sin pretender estar en posesión de ninguna verdad». Ese mismo aire escéptico, típico de posguerra, es el que encontramos en Kieslowski, en este caso en una Polonia reprimida, con hambre y sin esperanza, realidades que le llevan a distanciarse de las instituciones y a cuestionar cualquier mesianismo proveniente de ideologías y religiones que dicen tener la verdad y prometen unos paraísos que no ven por ninguna parte.

 

 

En La peste, Camus —por medio de Tarrou— se pone de parte de un condenado a muerte por su propio padre —un abogado criminalista — y rechaza así convertirse en un apestado que apoye la muerte por motivos políticos o de justicia social. Una actitud semejante adoptará Kieslowski con Piotr en Decálogo 5 o el juez en Rojo, con posturas alejadas de cualquier certeza absoluta y dogmatismo inmisericorde. Y un desencanto análogo al vivido por un Tarrou —que abandona las filas comunistas tras unos fusilamientos— será el que experimente el propio Kieslowski al verse traicionado por el Partido tras los sucesos de Robotnicy’71 y que refleja en su película El albañil6.

 

 

Tarrou/Camus pierde la esperanza de hacer algo, de tomar una decisión que no conlleve el riesgo de hacer sufrir a los otros, hasta el punto de que la paz sólo podría llegar con una buena muerte. Con este pensamiento, el francés parece experimentar una segunda crisis, y pasar de plantearse la muerte física a hablar de una muerte espiritual: supone un intento de presentar a Tarrou como un santo sin Dios, muerto a las puertas de Orán —como un nuevo Moisés ateo— justo cuando la peste está a punto de cesar. El primero de estos sentimientos podría firmarlo el mismo Kieslowski, cuando declara que es imposible alcanzar la paz y que sólo se puede elegir la opción menos mala al actuar, aun sabiendo que ésta puede acarrear consecuencias a terceros; y también al presentarse en nuestra sociedad como despertador de unas conciencias que bien podrían ser los «nuevos apestados», individuos adormecidos e irreflexivos que caminan sin rumbo en la vida. De la misma manera, resulta curiosa la coincidencia de que el escritor y el cineasta recurran a invocar los diez mandamientos de Moisés como valores para la vida, convencidos de que bastan la ternura y el amor desinteresados —sin necesidad de un cielo como recompensa— para sobrevivir en esta vida y poder sobrellevar el misterio del dolor. Esta misma premisa nos llevaría a la propia muerte de Tarrou, rodeado del cariño y consuelo de Rieux —algo que nunca encontraríamos en Sartre—, y al espíritu de perplejidad ante la vida —y también de apertura a los demás— que late en cada uno de los capítulos de Decálogo o en Tres colores.

 

 

En el Orán de La peste, además de Tarrou, podemos encontrar otros personajes: una multitud que no reflexiona, unos cínicos que quieren que continúe la peste, unos espectadores puros e ingenuos… y unos hombres de buena voluntad y llenos de abnegación como el doctor Rieux, figura que encarna el sentimiento de solidaridad y honradez —no tanto de heroísmo— al quedarse a cuidar a los enfermos. En este sentido, Kieslowski, como Camus o Rieux, apuesta por la honestidad y no por el heroísmo, por las actuaciones concretas y visibles más que por unos principios generales, aquellos que vendrían expuestos con el Decálogo o la democracia y que fácilmente terminan por no cumplirse.

 

 

LAS PESTES DE VERDAD

 

 

De manera alegórica, tanto para Camus como para Kieslowski, la peste será el estado en que se encuentra el hombre que no tiene amor o que no sabe lo que quiere. Estas circunstancias traen consigo una falta de libertad y una desesperación debido a la dificultad de comunicarse con los seres queridos —imposibilidad interior en el caso de la sociedad tecnológica—, así como por no vislumbrar luz alguna al final del túnel. Camus por medio de Rieux y Kieslowski a través del juez de Rojo proclaman la incapacidad e ilegitimidad de nadie para juzgar los actos de otra persona —por eso Rieux no denuncia a Lambert, que quiere huir de Orán en busca de su mujer— y se amparan en la propia conciencia para decidir los pasos que quieran dar a sus vidas: huir o quedarse en Orán serán opciones igualmente válidas para que Rieux, Lambert o Tarrou alcancen la libertad, pues cada uno puede encontrarla por distinto camino, los mismos que recorren los personajes de Rojo. El rechazo a la guerra —verdadera peste, a la pena de muerte o a una justicia y policía carentes de humanidad serán notas comunes al texto literario y al espíritu cinematográfico de estos dos espíritus sensibles e inquietos con la suerte del hombre contemporáneo.

 

 

EN LA MUERTE O EN LA VIDA

 

 

Tanto Camus como Kieslowski rehúsan, por otro lado, toda solución trascendente «clásica» u ortodoxa a las cuestiones que plantean —aunque Kieslowski sí confíe en unos valores trascendentes insertos en el propio individuo— al calificarla como «un suicidio filosófico del espíritu» por Camus, paso que habrían dado existencialistas como Kierkegaard o románticos como Dostoievski. Tanto el escritor como el cineasta navegarían entre el racionalismo que rechaza a un Dios que resolviera todos los problemas e interrogantes del hombre y la conveniencia de unos buenos sentimientos —bondad, honradez y salud; aunque no caridad, salvación ni santidad— entre los hombres.

 

 

Como Camus, el director de Tres colores buscará una respuesta al problema del mal y de la muerte, aunque tampoco él va a encontrar una solución que pueda ofrecer al espectador. Ante la perspectiva de la desolación y el suicidio como única salida, Camus se aleja del escapismo sartriano y se inclina por reconocer, asumir y encarar la muerte como viene: entiende que la única propuesta digna es enfrentarse lúcidamente a la muerte en un mundo de muerte, para salir después enaltecido y con la belleza en un eterno retorno. En este punto, Kieslowski se separa del escritor y deja una rendija a la esperanza al ofrecer a sus personajes —y al espectador— el amor y la solidaridad como la mejor manera de alcanzar la felicidad: su enfrentamiento no es con la muerte sino con la vida, en un intento de conocimiento propio que permita asumir la fragilidad y las limitaciones de la existencia. También se distancian en su postura moral, inexistente en Camus, y fundamentada y apoyada en la propia conciencia en Kieslowski, para quien sí hay unos valores claros en la actuación individual y social, aunque no deban venir impuestos desde fuera.

 

 

Hasta aquí, hemos visto cómo Kieslowski asume algunos elementos de los personajes de Camus, que van desde la dicha de Sísifo a la tragedia de Calígula, desde la aceptación de la muerte hasta el sentido de culpabilidad de Tarrou o la solidaridad y honradez de Rieux.

 

 

ALGUNAS DIVERGENCIAS

 

 

En su siguiente obra, Los justos (1949), Camus nos presenta a un personaje, Kalieyef, que antepone la causa de quienes están sumidos en el dolor y la injusticia a su propio amor por Dora, lo que le lleva a participar en una revolución que se convertirá en fuente de dudas y escrúpulos: sumidos en un sentimiento de culpabilidad (como Tarrou), ambos se inmolan solidariamente y se entregan a la muerte (como Rieux), esperando así encontrar la paz y una dicha confundida con el amor, a la vez que se aplicaba la justicia y se resolvía el problema del mal. En este sentido, Kieslowski no participa del concepto de muerte y terrorismo como camino para el amor, pero sí de los principios de solidaridad y sacrificio por amor —no por un ideal, sino por una convicción personal—; también comulga con Camus en la realidad de la unión en la dicha… más allá de la muerte, y con el sentido de una responsabilidad de los propios actos… que le llenan de angustia y le impiden erigirse en autoridad para juzgar a nadie. Así, frente al sacrificio trágico que Camus impone a Kalieyef y Dora para redimir su culpa de asesinato, Kieslowski opta por un sacrificio cotidiano en una actitud abierta y de servicio a los demás.

 

 

En El rebelde (1951), Camus defiende el respeto a la naturaleza humana y la ayuda entre los que forman la familia de los hombres, hasta la rebelión frente al tirano o las ideologías nihilistas surgidas tras el asesinato del rey o de Dios. Ahora el ataque va dirigido contra la Iglesia, que impediría cualquier cambio al tener respuestas divinas para todas las injusticias, y que anularía la razón hasta conducir al hombre a la pasividad en los afanes terrenales. También Kieslowski busca soluciones humanas al margen de las argumentaciones espirituales —sin negarlas explícitamente—, pero se muestra más respetuoso con la Iglesia. Por otra parte, ambos se mueven en una órbita utópica e ingenua que pretende construir una «fraternidad de los humillados», lejos del individualismo o del nihilismo que llevan a la indiferencia y la soledad, y con ellas a la pérdida de la libertad.

 

 

En todo lo expuesto hasta aquí, vemos en Camus un intento por explicar el sentido de la vida partiendo de la dicha y por encontrar respuestas al mal y a la muerte, pero dentro de un racionalismo que parte del a priori de la negación de Dios, sin una reflexión seria. Digamos que su incredulidad es fruto de su ignorancia religiosa y de su resentimiento, y la lealtad a su lógica le conduce a conceder a la muerte de los justos un valor redentor. Algo semejante sucede con Kieslowski al criticar una religión impuesta —llevado quizá por unos testimonios no ejemplares— y reducir la fe a ideología, aunque en su caso no se pueda hablar propiamente de un rechazo de Dios.

 

 

Tras L’été, en 1956 Camus escribe La chute. El protagonista, Clamance, es un abogado criminalista que lleva una vida de éxitos profesionales y sentimentales hasta que descubre su vacío interior: la falta de valor y amor para auxiliar a una mujer que se ha tirado al río provocan un sentido de culpabilidad que no logra transmitir a sus amigos; desesperado por la hipocresía humana, se abandona a una loca vida de amores lujuriosos o se esconde tras el silencio cobarde: esta senda de anulación de sus emociones se demostrará imposible cuando, en un viaje por el Atlántico, vea un bulto negro que flota en el mar y renazcan sus remordimientos. En esta historia apreciamos muchos elementos comunes con la película Azul: unos sentimientos trágicos que brotan con fuerza desde el interior, una conciencia que habla y que debe liberarse de miedos del pasado, o una llamada a la reflexión y a no huir de la verdad.

 

 

También se puede rastrear el pesimismo y la desesperación de Clamance en otros personajes de Kieslowski, que se cuestionan la verdad de un amor que frecuentemente no esconde sino egoísmo, vanidad o la propia necesidad de sentirse útiles: son cuestiones que el juez de Rojo —trasunto de un Clamance aislado y amargado— plantea a Valentine y que reflejan el poso escéptico del pensamiento kieslowskiano. Pero a diferencia de Camus, el polaco siempre deja un resquicio de esperanza por medio del amor, pues no niega la posibilidad de amar, sino que simplemente advierte que muchas veces la superficialidad y el consumismo reinante hacen que se desvirtúen realidades más hondas y sublimes.

 

 

AL FINAL, EL AMOR

 

 

En las seis novelas cortas de L’exil et le royaume (1957), Camus parece finalmente elegir a personajes solidarios que sí han sabido amar —a diferencia de Clamance—, dejando una puerta abierta a la regeneración de Tarrou, Rieux, Kaliayef o Clamance, como si se trataran de un único personaje con el que ha recorrido la vida —y que permitiesen seguir la evolución de su pensamiento—, con bajada a los infiernos incluida. Algo semejante ocurre con la obra de Kieslowski, cuyo juez de Rojo sería el último eslabón de unos seres que han buscado la felicidad y la verdad —en su trabajo primero y en su labor de espionaje después—, y que sólo la han encontrado al entrar en contacto con el amor, con una Valentine pura e inocente: ella vendría a ser la segunda oportunidad que la vida le ofrece, la misma que Clamance pide a la mujer que descubre flotando en el mar, porque necesita el perdón de su arrepentimiento7. Camus ha evolucionado del amoralismo inicial a la conciencia moral, y ya no explicita su ateísmo aunque siga rechazando a Dios; como Kieslowski, puede decirse que vislumbraba la existencia de realidades espirituales por encima de lo meramente sensible.

 

 

A modo de conclusión, podríamos resumir las afinidades y divergencias entre ambos artistas bajo los epígrafes de un «Camus o la honradez desesperada» —expresión acuñada por Charles Moeller— frente a un «Kieslowski o la honradez resignada», al ver cómo los dos parten de un principio de honestidad en su búsqueda de la felicidad y el sentido de la vida, aunque desembocasen en realidades distintas. Por último, hay que reseñar que, en el momento de sus respectivas muertes, Camus preparaba una trilogía sobre el amor humano, mientras que Kieslowski había esbozado los guiones para una nueva trilogía sobre el cielo, el purgatorio y el infierno: otro indicio de la sintonía de estos dos espíritus inquietos, dubitativos e inconformistas que dejó el siglo pasado.

 

 

 

 

NOTAS

 

 

1 «Siempre estoy de acuerdo con Camus. La verdad de sus escritos me conmueve. Como me conmueve la compasión que siente por las personas de las cuales está obligado a decir tanto mal. Siente una gran tristeza frente al mundo. El mundo no es mejor cada vez ni lo será nunca» (entrevista de Monique Neubourg a Kieslowski, publicada en el pressbook de Azul, pág. 20.; también aparece en la entrevista de Eric Lebiot, Première, septiembre 1993).

Entrevista de Carlos F. Heredero a Kieslowski, revista Dirigido por n.° 219, pág 43.

Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo, tomo I, pág. 55, Ed. Gredos, Madrid, 1960. Moeller recoge la distinción de Gabriel Marcel entre «ateísmo» —imposibilidad de elevarse a lo espiritual, con una negación de Dios y de la racionalidad de su conocimiento— y «antiteísmo» —imposibilidad de pretender que Dios exista y de esperar en Él—, para concluir que Camus oscilaría según momentos y conveniencias entre una y otra postura.

En una obra posterior, Calígula, Camus dirá que «si nada tiene sentido, todo está permitido, porque todo es indiferente», dando un tono más existencialista a su desconfianza hacia la ideología política.

5 Krzysztof Zanussi, La peculiaridad del cine polaco, en Nueva Revista, n^ 78, noviembrediciembre 2001, pág. 105.

6 Para una mejor comprensión de los acontecimientos referidos, y recogidos en las mencionadas películas, puede consultarse el libro Azul, Blanco, Rojo. Kieslowski en busca de la libertad y el amor, págs. 3840. Julio Rodríguez Chico, EIUNSA, 2004.

Clamance sufre una herida incurable y clama angustiosamente a la mujer suicida que se vuelva a tirar al río para que tenga la oportunidad de hacer el bien. Es la necesidad de perdón para la propia redención que Kieslowski recoge, por ejemplo, en Decálogo 8.

 

 

 

 

Texto Original: Julio Rodríguez Chico.

“Yo no creo en Dios, pero mantengo una buena relación con él”

 

 


 

 

 
El protagonista de Blanco lega sus bienes a la Iglesia polaca, para retirárselos después. ¿Se trata de un desaire?

Es una pequeña venganza. Soy enemigo de cualquier institución y la Iglesia es la institución más poderosa de Polonia, que no sólo hace alarde de su fuerza, sino que influye insoportablemente sobre la vida política y social del país. Pero las elecciones de 1993 han mostrado claramente que el pueblo polaco no quiere pasar del comunismo a esta otra esclavitud. Durante 45 años, los comunistas nos organizaron la vida. Ahora que el comunismo ha caído no es para que otro dirigismo le reemplaze y quiera hacernos distinguir entre el bien y el mal. No es la izquierda la que gana en Polonia, es la Iglesia la que pierde. Eso es lo que quería decir con mi pequeño símbolo.

 

 

¿Qué opina de lo que dice el Papa sobre la contracepción?

No sabe encontrar el lenguaje adecuado; más aún, creo que está totalmente perdido. La gente ya no le sigue en este tema, que es, por otra parte, muy complejo. Por un lado, no se puede decir que la anticoncepción sea algo bueno en sí. Pero, por otro, el Papa se olvida que ya no se cambia el curso de las cosas con prohibiciones o castigos. Hay que aceptar la evolución normal de la vida.

 

 

Desde hace diez años, escribe sus guiones con Krzysztof Piesiewicz. ¿Cómo lo hacen?

De una forma amistosa y compleja. El guión es un fragmento de lo que pienso de una película. En el guión, hay diálogos, alguien que se levanta, otro que sale, otro que toma un café, está triste o alegre. Para el conjunto del equipo se trata de un instrumento indispensable, pero no esencial. Lo esencial de una película es algo que flota en el aire y que no se plasma en un papel.

 

 

¿Su coguionista es, pues, el único colaborador que entra en el misterio?

No es el único, pero es el primero. Puedo ponerle un ejemplo totalmente práctico. He pedido a la producción que me dé una lista detallada de todas mis conversaciones telefónicas. Siempre pago mis conversaciones privadas y la producción, las que atañen al trabajo. Yo soy el que tengo que verificar lo que es privado y lo que es oficial. Pues bien, en esta lista, figuran siempre muchas conversaciones con mi coguionista, que yo considero privadas. A partir de ellas, intentamos buscar el fondo y el espíritu de lo que hemos hablado. Esa es la materia bruta de nuestro trabajo, que consiste en encontrar una idea de película que no tenga nada que ver con las palabras pronunciadas.

 

 

¿Cree que es demasiado caro hacer una película?

Sí, además el dinero termina convirtiéndose en una trampa: cuanto más se gasta, más concesiones hay que hacer a los espectadores, para atraerles en masa y poder cubrir los gastos. Es cierto que el cine está hecho para los espectadores, pero hay que tener mucho cuidado para no caer en esta trampa gigantesca en la que ya se están debatiendo los americanos. Siguiendo esta dinámica, lo único que se hace es fabricar películas cada vez más cretinas, considerando que la gente es cada vez más imbécil, lo que no deja de ser un error. El problema es que hay bastante gente para ir a ver películas, pero no la suficiente para enjugar estos enormes presupuestos.

 

 

¿Cuál es la solución?

Creo que hay que ofrecer la alternativa de películas diferentes y que no sean caras, para un público ciertamente menos numeroso, pero capaz de contrarrestar la creciente oleada de cretinismo que nos invade. Por otra parte, sé que también tengo mi parte de responsabilidad en todo este asunto, porque yo soy un ciudadano pasivo, que no mueve un dedo para solucionar el problema. Me siento impotente. ¿Qué puedo hacer yo?

 

 

Películas sobre la impotencia, como Blanco.

Sí, pero nada más que eso. Puedo describir el mundo, pero no puedo cambiarlo. P.- Siempre le queda el consuelo de que sus películas funcionan. R.- Eso es lo único que busca la mayoría de los directores. Mi máxima satisfacción, por el contrario, es haber seguido siempre una determinada línea. P.- ¿Ha recibido ya propuestas de Hollywood? R.- Sí, pero nunca me interesaron. En primer lugar, porque América no es mi país. Francia tampoco, pero me siento bien aquí. Además, no habría sido capaz de soportar la pérdida de control sobre las películas que implica el sistema de Hollywood. P.- ¿Cree que se está perdiendo el conocimiento del cine? R.- Sin lugar a dudas. Pero no es algo privativo del cine. Lo mismo está pasando con la literatura, el teatro, la pintura, la música… Y eso me entristece. Todo comenzó hace unos quince años. Se trata de una tragedia y de un vacío, contra el que creo que estamos desarrollando una especie de defensa natural. Este vacío está comenzando a alcanzar a los espectadores, que lo están empezando a sentir como algo doloroso.

 

 

¿Su decisión de retirarse después del estreno de Rojo es irrevocable?

Totalmente. Se ha acabado. Y en cualquier caso, de lo que estoy completamente seguro es de que no volveré a trabajar como director. Tomé esta decisión en 1984. Diez años después, tengo el suficiente dinero como para pararme y retirarme a descansar.

 

 

 ¿Es usted perezoso?  

¡Muy perezoso! Tanto que puedo vivir fácilmente sin actividad artística. Vivir así sería incluso un placer para mí.

 

 

¿Conoce el aburrimiento?

Sí, lo he experimentado a menudo.

 

 

¿Sueña ya con su vida de jubilado polaco?

Me la imagino. Cerca de Varsovia, en una pequeña casa de campo. Es la historia de alguien que permanece sentado la mayoría del tiempo y lee.

El 13 de marzo del 2002, se cumplieron seis años de la muerte de Krzysztof Kieslowski. Con ese motivo, la Gazeta Wyborcza entrevistó a Edward Zwebriwskim gran amigo y consultor del cineasta polaco, autor de la trilogía Azul, Rojo y Blanco.

 

 

Krsysztof Kieslowski
 

Usted fue amigo de Kieslowski durante muchos años. Los dos fueron directores del estudio Tor, los dos enseñaban dirección cinematográfica en la Universidad de Silesia en Katovice. En los seminarios que dirigieron en los años ochenta en Berlín Oeste y Suiza, crearon una metodología pedagógica propia: supuestamente, los estudiantes los buscaron y les pidieron que les enseñaran a ser “originales”.

 



Cuando Krzysztof escuchó lo de la originalidad, se echó a reír pero fingió atragantarse. Ésta fue una propuesta de los estudiantes de Berlín, que querían hacer películas de autor. La idea de la originalidad se les ocurrió un poco gracias a nosotros, porque los regañamos por pensar demasiado en estereotipos, en clichés: desde las telenovelas, que en esa época acababan de aparecer en Occidente, hasta las películas americanas de clase B. Los clichés tenían el sentido de algo derivado, de empaque vacío.

 
¿Estuvieron de acuerdo? ¿Sabían cómo enseñar a ser “originales”?

 

No teníamos ni idea. Pero fue una provocación que llegó en el momento justo. Nosotros ya estábamos cansados de unos ejercicios que empezaban a parecernos repetitivos y monótonos. Tal vez fue el poeta Milosz quien dijo que uno puede enseñar mientras pueda sacar un conejo de un sombrero frente a los estudiantes. Nuestros conejos empezaron a escaparse hacia Polonia. Intentábamos inventar un nuevo número caminando por la noche cerca del canal Cottbusedamm. Pensábamos que si nuestros estudiantes tenían clichés en la cabeza, era preciso concientizarlos de que en ellos mismos puede haber algo que llame la atención, algo que resulte interesante para los demás; tan sólo les toca sacarlo de ellos mismos. Queríamos convencerlos de que no pensaran en historias ya contadas antes muchas veces con los viejos instrumentos de contar, para que se aferraran a las propias experiencias, a la memoria propia.

 
Kieslowski dijo muchas veces que ustedes eran amigos. ¿Cuándo se conocieron?

 

Él llegó a la escuela de cine de Lodz después que yo. No sé por qué, pero yo tenía autoridad entre los compañeros. De pronto porque era más viejo, porque tenía más experiencia. Los compañeros me decían en broma “profesor”. Conocí a Kieslowski porque nos oímos mencionar. Luego, una vez me llamó y me invitó a celebrar el Año Nuevo. Había una fogata, cerca de unas heladas piezas de madera, donde se acomodaron unas personas. Krzysztof estaba de pie frente al fuego. El vodka se enfriaba en la nieve. Al filo de la medianoche nos felicitamos y nos abrazamos quizá por primera y por última vez en la vida. Un tiempo después, vino a pedirme un consejo, quería saber si debía hacer el documental Los obreros del 71. Temía que fuera una trampa.

 
Y fue una trampa. De la sala de montaje desapareció material con entrevistas que no hacían parte de la película. A Kieslowski le reprocharon que se las diera a Radio Europa Libre. ¿Qué le aconsejó usted en ese momento?

 



Que hiciera la película. Si la película se quedaba en la estantería, el conflicto era para los censores. Cuando hay posibilidades, toca aprovecharlas. Después ocurrió entre nosotros una cosa muy importante. No sé, en realidad, si debo hablar de eso…

 

 
Si es importante…

 

… bueno. En 1975 yo regresaba de Alemania en auto y con mucha dificultad alcancé a llegar a Polonia. Tuve graves hemorragias por causa de la presión arterial alta. Afortunadamente iba conmigo Krzysztof Zanussi, el conocido director de cine. Me llevaron al hospital en Midzylesie, en un estado crítico. Se necesitaba mucha sangre para la transfusión. Krzysztof fue entonces a Midzylesie y donó su sangre para mí. Le dije “gracias, Krzysztof” cuando todavía estaba reponiéndome. Después, nunca más hablamos al respecto.
(Zebrowski hace una pausa).

 
¿En qué se diferenciaban ustedes?

 

Había una diferencia fundamental. Kieslowski pensaba que el hombre es bueno por naturaleza. Yo tengo una duda profunda de que lo sea. En la obra de Kieslowski no hay hombres malos. Todos son buenos, solamente que el destino les provoca a veces unas situaciones difíciles o trágicas. Quizá a causa de esta diferencia de percepciones, no escribimos juntos ningún guión. Krzysztof me propuso que colaborara en Przypadek (El acaso), pero aunque la idea me gustó, no podía asumir como mío su punto de vista. Pero he leído todos los guiones de Krzysztof. Viajaba también por invitación suya a París, donde tenían lugar unas reuniones con Agnieszka Holland sobre la filmación de las películas de los Tres colores. En los créditos figuramos como consultores. Hania Krall hizo aportes sobre la verdad y la vida; Agnieszka Holland sobre las mujeres y las emociones; yo sobre la psicología y la dramaturgia. Kieslowski recibía con gusto las ideas de los demás y las incorporaba en su estructura. Pero la estructura fue suya, y es anterior a nuestras ideas. El mundo de Kieslowski no fue nunca mi mundo. Entre nosotros existía el compromiso tácito de no incursionar demasiado lejos en los mutuos territorios.

 
¿Por qué fueron ustedes tan distintos? ¿De dónde viene, según usted, la diferencia en los puntos de vista?

 

No lo sé. Eso atañe al misterio. Las experiencias de la vida no fueron decisivas en este punto. Conozco optimistas que sobrevivieron Auschwitz y pesimistas que nacieron bajo una buena estrella. Tal vez existe algo como un genotipo de la idea. O quizá nosotros no escogemos las ideas, ¿sino que son las ideas las que nos escogen a nosotros? Aparte de su visión optimista, Kieslowski fue sencillamente un buen hombre. Intentaba ser justo y era muy diligente. Siempre me sorprendía la facilidad con que podía abrazar a alguien. Yo lo envidiaba por eso. Soy capaz de abrazar a alguien cuando ya lo conozco bien y lo quiero, cuando hemos vivido muchas cosas juntos. Él podía abrazar a alguien así, por nada. Krzysztof, por ejemplo, se hizo amigo de mis perros. Cuando yo tuve salchichas, se acostaba en el piso para estar al mismo nivel de ellos, para poder tener contacto nariz contra nariz.

 

Desde lejos no parecía una persona fácil, abierta.

 

Pues tenía un gran sentido de la responsabilidad, casi (diría yo) paranoico. Una vez acogía a alguien dentro de su órbita —como discípulo, estudiante o compañero de trabajo— se convertía para él en una persona cercana. Krzysztof pensaba que tenía una responsabilidad total con esa persona. Esto lo puede confirmar la gente que trabajó con él en el Decálogo, a quienes controlaba de forma completamente innecesaria. En Berlín vivíamos en un piso en Kreuzberg, por el cual cruzó, en los años ochenta, la mitad de Varsovia. Nos íbamos a trabajar a las nueve de la mañana, y estábamos a diez minutos en taxi. Krzysztof empezaba las charlas sobre la pedida del taxi más o menos a las seis de la tarde anterior. La parada de taxis estaba a cien metros de nuestra casa. Durante la comida, el tema más importante era si pedir el taxi para las 8:40 o si era más seguro pedirlo para las 8:35. Si al día siguiente por la mañana quería ir a caminar un rato, Krzysztof se aseguraba, poco antes de dormir, de recordarme la hora de entrada.

A mí no me gusta en absoluto la impuntualidad y llego a todas las citas con cinco minutos de anticipación. Después de algunos meses con la paranoia de los taxis, me enojé con él. Se sorprendió mucho. Pensó un rato y me dijo que sabía que yo era cumplido, que cumplía mi palabra, pero agregó que constantemente sentía miedo de que un día pudiera desaparecer sin dejar rastro. Entonces él llamaría a Polonia y resultaría que tampoco estaba allá, que me había evaporado sin dejar pistas. En verdad, era una suposición genial, pues sólo así yo podría incumplir la cita matinal. Le dije que, a menos que parara con el asunto de las citas y los taxis, yo iba a desaparecer realmente. No siguió con el tema.

 

 
Tal vez necesitaba el contacto, una charla cualquiera.

 

No. Él necesitaba asegurarse cinco veces de que todo estuviera en su lugar. Supongo que tenía un alto nivel de miedo. Temía que pudiera suceder una catástrofe, que algo se derrumbara.

 
¿Por qué los sacaron a ustedes de Katovice? ¿Por razones políticas?

 

El estado de sitio no había sido derogado todavía. Se verificaban las listas de los asistentes a todas las universidades. Obviamente hicimos algo mal. El decano de la facultad de cine era Edward Zajcek, jefe de producción, un hombre de gran clase. Nos dio unas cartas en las cuales nos agradecía por la colaboración prestada. Lo hizo de tal forma que, tranquilamente, pudiéramos mostrar estos papeles como referencias en una universidad americana.

 

 


¿En esa época se encontraron ustedes en Berlín?

 

Sí. Nos invitó Henryk Baranowski, que trabajaba en esta época en Berlín con actores jóvenes. Allá fundó el Transformtheater, que con el tiempo se convirtió en un sitio importante del Berlín teatral.

 
¿En qué idioma enseñaban ustedes? Kieslowski no negó en ningún momento que tuviera problemas con las lenguas extranjeras.

 

Yo entendía alemán y un poco mejor el inglés. Pero teníamos una buena traductora, Dorota Paciarelli, quien después fue directora del Instituto de Cultura Polaca en Berlín. Krzysztof realmente no sabía ningún idioma. Sus problemas provenían básicamente del exceso de ambición. No podía soportar que, por desconocer el idioma, fuera menospreciado, así supiera más que su interlocutor, siendo además el profesor. Después, cuando entendió que no se pueden hacer películas a través de un traductor, tomó clases de inglés. En seis meses logró aprender la lengua. Esto fue ya en Francia, tal vez después de La vida doble de Verónica.

 
¿Qué tal eran las clases, los ejercicios? ¿El mundo exterior no influía en la temática?

 

De pronto influyó en la escogencia de los temas, en la literatura escogida para la adaptación. Hacíamos, por ejemplo, un seminario sobre Los demonios de Dostoievsky. Me preguntaron en qué nos diferenciábamos con Krzysztof en las preferencias literarias. Me tomó mucho tiempo persuadirlo de usar a Dostoievsky. Cuando le propuse hacer Los hermanos Karamazov, al principio me dijo que no había leído la obra, pero sí la había leído, y después se quejaba de tener que cargar con esos “ladrillos” en las maletas.

 
¿Qué proponía en vez de Dostoievsky?

 

A Bergman y a Chejov. Tenía grandes antipatías. Al hablar de ellas, subía la voz y se enojaba. Por ejemplo, no podía soportar a Greenaway. Pensaba que Greenaway despreciaba a la gente. Le molestaba mucho en Greenaway el exceso de virtuosismo y de fantasía. Decía que eso era antihumano.

 
¿La cooperación en Berlín no causó ningún problema? ¿En Katovice no enseñaban juntos?

 

Al principio era difícil. Krzysztof tenía muy desarrollado el instinto de la competencia, en todos los campos. Cuando viajábamos en dos carros, de una vez se planteaba una carrera. Tenía que ser el primero en llegar al cruce de calles. Esto en apariencia no iba en serio, pero él lo hacía por instinto. Las ganas de competir, de lograr algo en el límite de la resistencia, influyeron en la última etapa de su vida. En cierto sentido, esas ganas lo mataron. Cuando intentábamos trabajar juntos, resultó que chocábamos sin ningún sentido. Como cuando jugando tenis corríamos juntos hacia la misma bola. Al ayudar a un estudiante inventándole una escena, si uno decía A, entonces Krzysztof de una vez decía B. Después de dos días, Krzysztof descubrió por sí solo que, independientemente de quién tuviera la razón, el proceso se volvía siempre contra nosotros, y los estudiantes hallaban motivo de risa y asistían a una obra de teatro sin pagar entrada. En adelante, tomamos la decisión de evitarlo. Krzysztof hizo un gran esfuerzo en este campo. Debía cuidarse más que yo.

 
¿Cómo se preparaban ustedes para las clases?

 

Por la noche nos sentábamos en la habitación y, al igual que antes en el tren entre Varsovia y Katovice, charlábamos sobre cada estudiante: en qué momento está, qué esperamos de él, en qué dirección empujarlo, sobre qué preguntarle más. Discutíamos entonces para no discutir después durante la sesión. Nuestros acuerdos no eran fijos, eran posibilidades. Después de un año de clases, vimos que nació algo bueno y fuimos con los estudiantes al restaurante a tomar champaña. Como se vio después, los resultados no han sido tan malos. Dos de nuestros estudiantes recibieron Bundespreis, por guión y por película. Otro vendió un guión en Hollywood. Otro es un dramaturgo en uno de los mejores teatros de Berlín. Obviamente todo esto no es resultado exclusivo de nuestras sesiones, pero compartimos de alguna manera los éxitos. Teníamos también el sentimiento de haber recibido algo. Aprendimos a concentrarnos, a escuchar aquello que sienten y dicen los estudiantes y a reaccionar de forma adecuada. Además, fuimos sus amigos, pues enseñar sólo es posible a través de una cercanía psicológica.

 

 

 

¿Cómo utilizaron ustedes las experiencias de Berlín luego en Suiza?

 

“El muro en la cabeza” (así titularon el proyecto en Berlín) nos dio ganas de experimentar. A Suiza nos invitó Paul Roland, el director de la escuela teatral de Berna, un buen pedagogo que enseñaba en un espíritu parecido al nuestro. Dimos allí algunos seminarios, en los que se invirtieron las relaciones típicas: ahora los actores jóvenes “presionaban” a los directores, exigiendo precisión en los ejercicios y en las indicaciones, y claridad en las motivaciones. Uno de los directores de cine quería estudiar con nosotros escritura de guiones de autor. Organizó un grupo de diez colegas, encontró patrocinadores y finalmente hizo un seminario anual, “Drehbuchjahr”, que operó durante cuatro años. Nosotros escribimos el programa del seminario usando las experiencias de Berlín, pero con una estructura más sistemática —aquí el rigor de Krzysztof fue muy útil— y después de seis meses empezamos. Eso resultaba increíble en Polonia: en Suiza la gente que quiere estudiar halla los profesores y hace una escuela; la institución viene al final.

Tal vez estábamos en la mitad de la segunda edición del seminario en Suiza, cuando en Cannes se estrenó No matarás (Decálogo V). Ahí mismo llegó de sorpresa el telegrama y después llamaron del festival para que Krzysztof fuera a recoger el premio. Empezó la nerviosa búsqueda de un smoking, que no tenía en esa época. La esposa del director de la escuela de teatro, que era directora de arte, encontró uno. No fue fácil, pues él era alto, flaco y tenía los brazos largos. Tocó cortar, aumentar. Como no había comunicación directa con Cannes, se alquiló una avioneta. Parece, por cierto, que en Cannes debió ponerse el smoking de Slawomir Idziak, el conocido director de fotografía.

 
¿Cómo reaccionaron los estudiantes?

 



Krzysztof viajó el viernes por la tarde. El sábado tuvimos clases, pero fue un poco raro. No se trataba sólo de que Krzysztof no estuviera. Hubo algo más —la tensión que sienten los perros jóvenes con respecto al líder de la manada. Krzysztof había desaparecido. ¿Sería el mismo al regreso? ¿Tal vez no regresaría? Hubo algo de inquietud y de envidia. Sabían que recibiría un premio, ¿pero cuál? Vimos en la televisión que fue el premio de dirección, el tercero en la jerarquía. Kieslowski regresó el domingo por la noche. Vino y me dijo: “Me escogieron a mí”. Pensé que se refería al premio. Le dije: “Es maravilloso, el camino a la Palma de Oro está abierto”. Él contestó: “No hablo del premio. ¿Sabes?, ellos necesitan un gurú. Bergman no asume el papel, ni Antonioni, ni Fellini tampoco. Y ellos necesitan que alguien lo haga. Necesitan un profeta. Parece que me escogieron a mí”. En ese momento ya lo sabía todo.

Al día siguiente, los estudiantes felicitaron a Krzysztof con una pequeña sonrisa, pues no había recibido la Palma de Oro. Pero, en la primera pausa, resultó que afuera había diez reporteros y un camarógrafo. Después, en una pausa para fumar, otra gente de los medios, no sólo de Suiza sino también de Alemania e Italia. Así fue durante todo el día. Los estudiantes se dieron cuenta de que había pasado algo. Compraron champaña e hicieron una pequeña fiesta.

 
¿Qué cambió en su trabajo?

 

Todo regresó muy rápido al orden. Pero ése fue sin duda un momento decisivo. Los estudiantes se dieron cuenta de la distancia que había entre ellos y el éxito. De otro lado, se enteraron de que el éxito era posible y que tenían un buen profesor. Los organizadores nos ofrecieron muy buenas condiciones; las sesiones tenían lugar en varias ciudades, en Berna, Zurich, Locarno. Recuerdo una sesión en Montreux. Era otoño. Montreux estaba vacío. Estábamos en el hotel donde vivió y murió Nabokov. Su espíritu estaba en nuestro seminario. Los proyectos ya estaban avanzados, y charlábamos mucho con los estudiantes. Todo iba bien, el Decálogo tenía éxito. Apenas Krzysztof terminó Verónica, trajo el casete con la primera versión del montaje. Ninguna inquietud, ninguna tensión. Pero él se sentía desafortunado; estaba muy depimido.

 
¿Por qué?

 

Quería vivir una vida normal y al mismo tiempo necesitaba provocaciones extremas y causar situaciones que le presionaran para lograrlas. En Francia ya mencionaban la idea de los Tres colores y él sentía miedo al respecto. Tenía miedo del esfuerzo sobrehumano. La trampa estaba allí. Marin Karmitz, el productor de las películas francesas de Krzysztof, le ofrecía condiciones confortables, pero el ritmo de trabajo iba a ser agotador: dos años, de la mañana hasta la noche, y en la noche también. Cuando estábamos en Montreux, ya era muy posible que Verónica tuviera éxito, que fuera un paso adelante. Pero Kieslowski quería algo más. Decía: “Pues bien, hago la siguiente película. ¿Y qué? ¿Después tendría un año de descanso y la siguiente? Recibo el premio de Venecia, después el de San Sebastián, y todavía estaría en el mismo nivel”. En cierto sentido, Krzysztof fue una víctima del sistema. Przypadek ya antes hubiera podido ganar el premio de Cannes. Le molestaba mucho que esta película estuviera en la estantería. Sentía haber perdido el chance, y que entonces se detuviera su carrera. De ahí su prisa después. Sentía que el tiempo corría. Decía a menudo que el límite para pensionarse —65 años— era para él el límite de la vida.

 
¿Cuándo sintió usted que el dilema fue más claro para él?

 

Krzysztof era un hombre muy discreto y de mucho tacto. Sabía que yo estaba enfermo y me trataba un poco como a un huevo roto. Me sorprendí cuando en Montreux tocó a mi puerta en el hotel a las tres de la mañana. Pensé que le pasaba algo, que necesitaba ayuda. Pero él venía con una botella de whisky y me preguntó si podía entrar. Supo que todavía no estaba dormido. Se sentó, tomamos los vasos de poner el cepillo de dientes y los llenamos con whisky. Dijo: “¿Sabes?, pienso que tú por lo menos tuviste unas aventuras interesantes en la juventud. Y yo en mi puta vida sólo viví el fastidio y el aburrimiento, fastidio y aburrimiento”. Después viajó, primero a Varsovia y después a París. Firmó el contrato y empezó a escribir.

 

 

 

¿Escribiendo los Tres colores, no era fácil dirigir el seminario?

 

Tenía remordimientos, pues por sus compromisos no aparecía en algunas sesiones. Tenía un sentido de la responsabilidad muy grande y quería de alguna manera recuperar las sesiones perdidas. Recuerdo que un día estaba obsesionado por darles ideas a los estudiantes. Estaba en el momento culminante de la escritura de los Tres colores, muy apasionado. Les decía a los estudiantes cómo podían cambiar los guiones, dándoles varias versiones de las soluciones. Todas, obviamente, no sólo mucho mejores que las de ellos, sino de otro nivel, en otra potencia. Fue entonces el modelo clásico del mal profesor. Ellos debían llegar solos, lentamente, y él les sacaba los conejos del sombrero sin esfuerzo. Por la noche le dije que así no se podía, que los estudiantes no lo lograrían. Él me contestó: “No podía calmarme. Mañana hago el esfuerzo”. Durante el mediodía intentaba. Después otra vez lo mismo. Lo más interesante fue que sus ideas eran mejores que las que usó en los Tres colores.

 
¿Por qué eran mejores?

 

Eran frescas, las lanzaba con facilidad. Si se echa algo a volar así, hay menos presión que cuando se escribe con conciencia algo que después tocará filmar.

 
¿Cómo terminaron las experiencias con los seminarios?

 

En forma bastante dramática. Pero no entre Krzysztof y yo, sino entre nosotros y una institución que absorbió nuestro seminario. Nos tomó a cargo una fundación que educaba a directores de cine, a actores y a productores. Empezaron a tener ambiciones a escala europea. Al principio querían fundar un seminario para toda la región de habla alemana. Y como nosotros teníamos que participar en el proyecto, nos pidieron que les vendiéramos nuestra metodología. Nosotros lo tomamos con ironía. Escribimos unas doce páginas, donde incluimos todo en unos cuantos puntos. No había ninguna razón para hacer un secreto de eso. Además, existían los casetes de nuestras sesiones.

 
¿Cómo lo recibieron?

 

La gente de la fundación sospechaba que nosotros teníamos algún secreto. No podían creer que en este trabajo fuera tan importante adquirir un compromiso particular, que nosotros fuéramos amigos de los estudiantes. Empezaron a llamar a los estudiantes para interrogarlos; a ellos, que estaban en una situación peor porque les pagaban las becas. En Suiza todo empieza y termina con una cena en un restaurante. Los jefes de la fundación nos invitaron entonces a una cena. Esto fue poco tiempo antes de la última sesión. Esta tarde, por primera vez, escuché rugir a Kieslowski. No fue un grito, fue exactamente un rugido. Sencillamente, muy rápido llegamos al tema de los interrogatorios. El jefe de la fundación explicaba que eso no era nada especial. Y Krzysztof empezó a rugir en polaco. El jefe se sorprendía de por qué Krzysztof siempre hablaba sobre las curvas —las curvas se pueden convertir en rectas. Y Krzysztof rugía: “Puta, puta, puta” (“puta” en polaco es kurwa, lo que fonéticamente da curva).

Yo dije con la suficiente tranquilidad que esta curva no se podía convertir en recta porque nosotros, Krzysztof primero que todos, veníamos de un país donde se vivía bajo un estado de sitio y nos molestaba mucho que se recurriera a métodos policiales. El jefe de la fundación dijo algo sobre la confianza. Nos pusimos de pie.

 
¿Estos seminarios influyeron sobre Kieslowski?

 

Ahora se me ocurre que para Krzysztof nuestra época en el extranjero pudo ser de ayuda en sus películas occidentales. Así, él se asimiló a Occidente. Es muy diferente estar en los festivales que estar en un lugar cotidianamente, en contacto con la gente, cenando con amigos, charlando y haciendo la vida en distintos lugares. Cuando lo visité en París, se sentía cómodo y parecía muy contento. Karmitz le alquiló una bonita casa en la Rue Caulaincourt. Desde las ventanas se podía ver una gran panorámica de París. Pero cuando se miraba hacia abajo —y no se podía no mirar, pues la vía principal tiene muchos carros y da a la Plaza de Clichy— se veía el cementerio de Montmartre. Me parecía que este cementerio llegaba casi hasta su casa. Le pregunté si eso no le molestaba. “No”, respondió. “¿Por qué? Es un sitio muy simpático. Ellos allá abajo la pasan muy bien. Nadie quiere nada de ellos. Ya no deben nada más”.

 

 Texto Original: Katarzyna BielasJacek Szczerba
Traductor: Lukasz Slabónski

 

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