Category: LOS QUÉ


Garabatos de cuento

Escribo un cuento, opiniones y retroalimentación bienvenida.

Dice así:

Apenas se atrevía a sentarse, y cuando por fin lo logró, tuvo la certeza de que había cometido un grave error. Sentía, más que escuchar, un rasguño persistente que ascendía desde la tubería; roces que arañaban el metal, aproximándose cada vez más al sifón del retrete, el cual quedaba justo en medio de sus piernas.

Había alguna vez oído, de ratas que dislocando su cuerpo como ágiles contorsionistas, se abrían paso entre el excremento y el óxido hasta el exterior, que como muertos vueltos a la vida, se resistían a permanecer en esa otra realidad caótica y primordial a la que estaban confinadas, allí donde el desecho se acumula para no volver jamás; y al emerger por fin, dejaban al descubierto, con su implacable testimonio de férrea voluntad, una de nuestras peores pesadillas: y es que si ellas podían encontrar el camino desde el inframundo hasta nuestra superficie, nada impedía entonces, que cualquier cosa pudiese regresar.

Cualquier cosa.

Se sintió desprotegida, con el recto expuesto a pocos centímetros del hueco del retrete, por lo que se levantó mientras aún le quedaba oportunidad. Poco le importaba ya, la promesa que le había hecho a Ernesto. Lo había intentado, y eso, algo debía de valer.

Ya de pie, se volvió tan rápido como pudo, no obstante, el instante se le antojó eterno, como si detrás de ella tuviera una larga cola invisible de la que cualquier alimaña proveniente desde las entrañas del inodoro, aún pudiera asirse, frustrando de esta forma, su escapatoria. Era claro que sus pensamientos provenían más del miedo y la fantasía que de la razón misma. Tan claro como el agua del retrete ahora frente a ella; y que, dando la impresión de que el sapo estaba descompuesto, rebasaba ya el nivel acostumbrado, casi ocupando por completo el volumen total del espacio blanco de la losa, amenazando con desbordarse de un momento a otro. Pero ya no había ruidos provenientes de la tubería. Ni un solo rasguño.

Nada.

Absoluto, el beso.

¿Absoluto? Absoluto el ósculo.
Tropo.
Manifiesto sin partido.
Lo demás es relativo.

El beso es absoluto porque es verbo y sustantivo. Es ser que al existir denota una acción; entonces es manifiesto, una postura ante el mundo. Es el absoluto donde dos personas se funden como un sólido bloque. Nueva materia, sin fin ni principio.

Sólo el beso importa, fuera de él todo es superfluo. De ahí el vacío de la vida que es en realidad, la ausencia de un beso. Porque el beso justifica al Hombre. Besar es existir: no existe aquello que no puede besar o ser besado.

Religión: Si dios existe, es entonces, por conclusión, un beso o nada.

Política: Se han invadido países, se han cruzado los mares, se han borrado fronteras. Todo por un beso.

Sinecdoque: Así como toda la humanidad es representada por aquellos que se besan, un beso es todos los besos, pero ninguno es igual a otro.

El kilómetro es milímetro, la hora que es segundo; las naciones son dos individuos. Frente a frente, sus corazones átomos. No hay aquí ni allá, ni antes ni después. Todo instante es aquí, todo lugar es ahora. Al besar, todas las fronteras desaparecen, los pronombres son inútiles

Por absoluto, el beso entonces es certeza. No existe la duda; ésta es sólo el instante temporalmente relativo entre dos besos. No hay manera más fácil de distinguir el sí del no que con un beso. Bésame y verás que no te miento.

El beso es el momento perfecto. Perfecto.
Es relativo de ser tan absoluto. Puede ser gratuito o con lucro. Tan barato como costoso. Tan mortal como divino. El beso da vida, pero también la quita. Con él se ha traicionado, muchas, muchas veces.
Muchas.

Si uno se toma en serio podrá regalar el cuerpo, pero jamás un beso. Así como los hopi dicen que la imagen quita el alma, el beso quita el aliento. Hay incluso registros de hombres que han muerto asfixiados por no saber respirar mientras besan.

Deberíamos hacer del beso el sexto sentido, una forma de percibir el mundo a partir de él.

Sincronía.

segundo del segundo del undécimo de este siglo.

alvaro obregón, esquina con cuauhtemoc: son las 18:20. en unos cuantos minutos la noche es inevitable.

esto no sucedió.
o más bien, esto sólo sucedió una vez.

caminamos león y yo. nos gusta el camellón. un hombre se queda mirándonos, sin duda percibe el olor a marihuana, pero no va más allá de la mirada inquisidora que le dirige a mi amigo.
león ni siquiera se da cuenta; me pasa el toque.

– no puedo respirar -, le digo. y es cierto. me preocupa desde hace unos días que mi enfisema se haya complicado.

– es un dilatador bronquial natural -, me dice entonces león, con su voz inhaladora.

me siento tentado, pero la sola imagen de la apnea nocturna me hace rechazarlo. esta semana me ha dolido la espalda más que de costumbre y desde mi hipocondria, me preocupo.
pasan sólo doce minutos que a león le parecen 2 o 20. (no tengo idea de en qué dimensión está). ya pacheco, proyectándose en mi, asegura que estoy en el viaje.

y aunque no estoy pacheco, tiene razón. él en su viaje, yo en el mío.

todo el recorrido hasta llegar a insurgentes, me descubro con mi rostro mirando al cielo, buscando una nube que se parezca a ti. de cualquier forma.
blanca.
pero hay pocas como tú.

por momentos me distraigo en las ventanas… en una de ellas, siete vestidos de quinceañeras celebran una fiesta. Una fiesta de colores. Una fiesta sin sus maniquíes.

desde otra ventana me sonríe un labrador. «Perro de Cheshire», le digo mentalmente. y tan pronto lo nombro, desaparece, dejándome sólo con su sonrisa que como vaho, lentamente, se desvanece en el cristal de la ventana.

luego miro a otra ventana: es la ventana del cuarto de la casa donde antes vivía, la que tiene vista a la romita. la luz está encendida pero no es mi cuerpo el que habita ese espacio. no más.
yo no estoy en esa habitación. no más.

– ¿Sabías que el Gran Colisionador de Hadrones va a hacer chocar dos átomos de hidrógeno para definir el número total de las subpartículas del átomo? -, me pregunta león con su voz que sabe a mota.

no quiero parecer indiferente. lo cierto es que por momentos el experimento se me antoja absurdo: millones y millones de kilómetros acelerando dos átomos de hidrógeno, durante miles y miles de horas, tratando de lograr la perfecta sincronía de dos partículas atómicas, sólo para hacerlos coincidir en el tiempo y espacio precisos y generar un instante que dura menos que un segundo, con el fin de clasificar partículas que nadie ve.

– No es absurdo. – Me quedo pensando cómo león pudo escucharme. Estoy seguro que sólo lo pensé. – Absurdo, el cine – me dice.

Y tiene razón: millones y millones de pesos, para movilizar decenas y decenas de gente que viaja por miles y miles de kilómetros para esperar por varias horas a que las ciudades se detengan, a que los autos desaparezcan, a que la luz sea la adecuada para que miles y miles de pies de celuloide queden por fin impregnados en su plata, millones de granos de plata, con esos únicos segundos que justifican la travesía. Segundos que no existían en la realidad, que no volverán a existir. Segundos que forman parte de otra dimensión.

Fantasías.
Quimeras.
Instantes inexistentes, y que la gran mayoría de las veces no tienen una función práctica en lo cotidiano.

– El LHC al menos sirve para algo -, sentencia león. me pregunto si tiene razón y al hacerlo, divago…

tiempos, cayendo el sol..

no puedo evitar pensar en tiempos, cayendo el sol.., el último guión que realice en la escuela, aquel que sin quererlo/sin saberlo hace la crónica de mi expulsión anunciada, un corto que a estas fechas resulta profético en mi vida y por profético me refiero también a no filmado.

en él, natalia, una bailarina se encuentra ante la función más importante de su vida profesional. pero, vencida por el miedo, en el último ensayo antes del estreno se provoca a si misma una caída, metáfora literal de ponerse el pie a si mismo, del autosabotaje, de no atreverse a hacer lo que deseamos. la caída le hace romperse los tobillos. cae como cae el sol.

tiempos, cayendo el sol..

me es inevitable sentir un nudo en el estómago cuando pienso que ese cortometraje significó mi salida de la escuela. ese corto fue la representación fílmica de mi megalomanía, de mi ego, de mi soberbia. su producción comenzó a inflarse de complejidad como mi ego de vanidad, hasta el punto que cuando me di cuenta, la película ya no tenía el apoyo de la escuela en ningún sentido. y la falsa idea de control de mi destino, me hizo querer emprender el viaje en solitario. «¿quién necesita esta escuela? donde no me quieren, además», me repetí mil veces. fue un viaje en el que me fui perdiendo, solo, poco a poco y muchas veces tengo la sensación de no haber regresado. si no es por que los restos siguen ahí… los restos de mi caída, justo después de que mis alas se derritieran. Algunos pedazos todavía hay en el suelo, pedazos que no he podido encontrar… ojalá algún día.

y mientras seguimos caminando por el callejón yo recuerdo toda la filmación como si realmente hubiera sucedido. o quizás si sucedió, al menos una vez; porque las cosas suelen suceder dos veces, cuando uno las piensa y cuando uno las vive.

recuerdo muy bien como estoy en el set de filmación. es la escena clímax de la película:  el instante en que natalia se provoca el accidente.
en la escena se requería una sincronía de parte de los dos bailarines. pero mayahuel, quien representaba a natalia, no estaba dispuesta. ya que como natalia, el personaje, mayahuel, también tenía miedo; un miedo que a diferencia del de la historia era real: el miedo a caer y romperse en mil pedazos. el miedo a confiar en el otro, en este caso raymundo, quien debía sostenerla antes de caer.

el miedo a sincronizar.

– Me puedo lastimar. ¿Y con qué fin? – me pregunta maya. – Sólo es una película.

¿con qué fin? aún hoy me lo pregunto. confirmo lo que dice León: «más absurdo es el cine», porque al menos el LHC, tiene un fin definido…

– Según la teoría de cuerdas, existen 11 dimensiones -, me dice León. según yo intenta justificar su viaje en marihuana. pero quizás está escuchando mis pensamientos. quizás, sólo quizás está poniendo atención a mi historia. Y apenas lo escucho, me pongo a pensar en la posibilidad de que todo realmente sucedió.

Recuerdo muy bien cómo estoy en el set, preocupado por la reticencia de Maya de querer hacer la escena, de dar el salto. Recuerdo que lo intentamos un par de veces, pero sin éxito. Siempre que llegaba el momento del accidente en la historia, Mayahuel anticipándose, lo evitaba y la escena era inverosímil.

En un momento, motivados por la frustración, los dos actores discutieron. Maya culpaba a Raymundo porque lo veía tenso y según ella, eso no le generaba la confianza necesaria para realizar el salto. Raymundo argumentaba en su favor, que si estaba tenso es porque Mayahuel le contagiaba su miedo, y lo hacía cargar sobre sus hombros la lápida enorme que significaba salvaguardar la integridad física de su compañera.

– ¿Cómo no quieres que esté tenso? Si te lastimas de verdad, me vas a culpar a mi. Y lo peor es que si sigues pensando en eso, lo más seguro es que suceda. – le decía Ray.

Me pongo a pensar si es posible, generar en la realidad algo con sólo pensarlo o anticiparlo.
Me viene a la mente el guión. El sabotaje. Escribí el guión y me terminó sucediendo lo que le sucedía a Natalia. ¿O primero me sucedió y luego lo escribí? ¿Donde empieza el futuro? Si podemos ver hacia atrás, ¿no será posible mirar hacia adelante también?

Quizás ese era el problema de la escena: Mayahuel estaba viviendo en otro tiempo. Diez segundos más adelante que Raymundo.
Si quería que las cosas salieran bien, tenía que hacer que se abriera una ventana de sincronía entre ellos.

Como nos sucedió alguna vez, ¿recuerdas?

yo viajaba en un autobús, hace casi veinte años. tenía mi mano sobre al asiento vacío a mi lado.
años después, tú viajaste por ese mismo camino y sin darte cuenta llevabas la mano hacia el otro lado, como si se posara sobre la mía.
y cuando dormimos, observamos las mismas estrellas, quizás a la misma hora.
y el mismo viento que seguramente le ha dado la vuelta al mundo ya, nos toca a los dos el rostro y nos dice cosas al oído, así cosas que yo dije años antes logras escucharlas.

En ese viaje, coincidimos en el mismo sitio en épocas distintas, y estuvimos en la misma calle, desde aceras diferentes.
En una ocasión te despertaste y abriste la ventana. como yo lo había hecho años atrás.
No entiendo cómo fue que tu desde tu tiempo y yo desde el mío logramos vernos aunque sea un instante. una ventana de sincronía.
Tal vez porque a diferencia de Maya y Raymundo, tú y yo teníamos la voluntad de encontrarnos, como dos átomos en el Gran Colisionador de Hadrones que es el universo.

Nos miramos. Tus ojos son los míos (ya te los había regalado yo antes). Me sonreiste y yo te sonreí de vuelta. (Tu sonrisa es la mía).
Tímidamente te muevo la mano para saludarte, mi palma está húmeda por mi taza de té, te ríes al saludarme tú, con la palma igualmente húmeda. compartimos miradas, pero apenas nos damos cuenta, el otro ya no esta ahí, sólo que ahora tenemos absoluta certeza de que existe.

Porque quizás ambos teníamos la duda de que el sueño que habíamos compartido antes, años atrás, hubiera sido real.

¿Recuerdas ese sueño, cuando nos vimos por primera vez?

– ¿te gustaría jugar conmigo? – me preguntaste.

– por supuesto. me encantaría jugar contigo.

y me tomabas de la mano, y me llevabas a tu patio de juegos.
nos subimos al sube y baja.
tú estabas abajo y yo arriba, y luego cambiamos.
pero jamás estábamos a la misma altura. (como Ray y Maya jamás estaban en el mismo tiempo). Por más que impulsaba mi cuerpo hacia ti, tratando de romper tu gravedad, el aparato me llevaba a tierra. y tú te elevabas. a veces, suavemente. como una nube recién nacida. blanca. después, tu peso lograba levantarme a mi. no es que fuera muy difícil, considerando que eras más grande que yo. eso es inevitable: siempre son más grandes que yo.

y durante el viaje, viaje de vaivén, de sube y baja, te observé desde todos los ángulos que me permitía mi punto de vista. por un instante, hasta te vi los calzones. me sonreías y el universo se volvía un lugar más justo. coquetamente sonreías. lo hacías justo cuando nuestros ojos estaban a la misma altura, como si tus ojos  y los míos fueran los mismos, la misma mirada que coincidía a la mitad del viaje del sube y baja. me parece, aún el día de hoy, que en esos instantes en que nos cruzamos, el tiempo se detenía. nos transportábamos a otra dimensión antes de que yo tocara el suelo y  de que tú te elevaras. eran momentos eternos para mi: nos deteníamos. a la misma altura. el equilibrio perfecto. tú y yo encontramos el equilibrio. el punto exacto.

y es ahí, donde hablaste en mi cabeza por primera vez.

– ¿me escuchas?

– si. ¿cómo es que estas en mi cabeza?

– no lo sé. ¿cómo es que tú estás en la mía?

– no lo sé.

y terminamos aceptándolo como algo de lo más común.

– oye.

– dime…

– ¿me estabas viendo los chones?

– no – dudé. – no, claro que no.

– es que yo pensé.

– no, de veras.

– ¿qué mirabas, entonces?

– no sé…. tu falda… tus rodillas…

– si ya bueno, es que pensaba que me los estabas viendo.

– ya.

– pero dices que no. ¿cierto?

– ei.

y luego todo regresaba a la normalidad. el sonido intenso del patio de juegos, con sus gritos y risas. el sonido invasivo de la urbanidad en mi cabeza. un zumbido de abejas en el oído.

– ¿quieres ir a los columpios?

– bueno, si tú quieres.

– ¿tú no quieres?

– si.

– si no quieres nos quedamos aquí.

– no. si quiero ir.

– ¿Vamos?

– ajá.

– ¿siempre hablas con monosílabos?

– ei.

– ya bueno. vamos…

y nos elevamos. al principio yo con violencia. como tratando de tocar el cielo. tratando de impresionarte, he de confesar.
tratando de demostrarte que podía volar, como ícaro, el que se cae, el que se rompe. como caería natalia en tiempos, cayendo el sol.., como me caería yo.

tú sin embargo, te columpiabas con timidez. hacías un vaivén como de péndulo inseguro, adormilado. como el metrónomo a un tiempo en 2/4, de un compás lento y cachondón.

y me doy cuenta entonces, aún a esa edad, aún siendo un sueño, que contigo no se trata de cazar mamuts. no quieres ser impresionada… quieres estar ahí conmigo siendo como tú eres mientras yo estoy contigo siendo como yo soy.

– me gusta tu sonrisa.

– a mi me gustan tus ojos.

– ¿mis ojos?

– son color miel. ¿me los regalas?

– ¿mis ojos?

– si.

– ¿por qué no? podrías comértelos como esos dulces para la garganta.

y desde entonces mis ojos fueron tuyos.

seguimos columpiándonos, pero esta vez lo hicimos juntos. y al igual que sucedió en el sube y baja, logramos coincidir. nos impulsábamos hacia adelante, nuestra piernitas bien estiradas. y volvíamos hacia atrás, nuestras rodillas ahora flexionadas. no para tomar impulso, sino para poder mantener el viaje. y el ritmo. teníamos ritmo juntos. cuando miro al pasto desde mi columpio, observo que no puedo diferenciar mi sombra de la tuya.

y suspendidos, sin tocar el suelo, me enamoro de ti. (desde entonces suelo enamorarme de todo lo que vuela).

y me sonríes con esa sonrisa que definió mi destino, porque desde entonces la promesa de volver a ti esta en tus ojos y mi recompensa es tu sonrisa.

mientras nos columpiamos miro al cielo y miro una nube del color de tu nombre. años más tarde la reconocería, a esa misma nube blanca, en una carretera y te recordaría. a ti. a la que vi una sola vez en mi vida. una sola vez durante medio año.

la que me hizo entender que una perfecta sincronía entre dos seres humanos es tan rara como encontrarse a alguien en otra dimensión. alguien que no sea espejismo, ni fantasía ni un instante inexistente. Una perfecta sincronía es tan rara como dos seres de dimensiones distintas o tiempos distintos que son capaces de mirarse a los ojos y detener el tiempo y todo, absolutamente todo lo que les rodea.
esa sincronía. de dos seres humanos que se piensan quizás al mismo tiempo. justo en el mismo segundo. como adivinándose.

danzando, como mayahuel y raymundo. pero una danza de mayores proporciones.
mística.

la sincronía de dos personas que se comunican telepáticamente. (antes de ti, no creía en la telepatía)

regreso al presente: ray y mayahel estan viendome fijamente. yo, como siempre que pienso en ti, me fui a otro tiempo, a nuestro patio de juegos.

raymundo me pregunta si estoy moto. le contesto que no, que tal vez lo esté más adelante, seis años más adelante, cuando camine con león por el camellón de alvaro obregón. buscando nubes que se parezcan a ti.

decido abrirme a ellos con la intención de que ellos entren en confianza.

– les voy a contar una historia que sucedió una sola vez -, comienzo, y así, les cuento nuestra historia. después de escucharla, acordamos por el bien de la escena esforzarnos.
durante una semana ensayamos cinco horas diarias. todo ese esfuerzo para lograr sólo cuarenta segundos de sincronía.
maya decide confiar en ray, y decide confiar en mi. se abre de poco en poco. un milímetro más cada día. y a pesar de que le tiene miedo a la caída, aún a pesar de que ese momento es inevitable, accede a realizarlo. la semana siguiente filmamos la secuencia. queda a la primera.

la maya me pide hacerlo dos veces más.

– ¿eso sucedió realmente? – me pregunta león. no logro entender cómo pudo escucharme. estoy seguro de no haber abierto la boca.

– si, león. sucedió una sola vez.

llegamos hasta insurgentes. seguí mirando hacia el cielo. mirando las nubes es que me doy cuenta como todo se conecta: tanto esfuerzo por un instante, por ese choque de partículas que no podemos alcanzar a percibir con los ojos. así somos los seres humanos a veces.

somos capaces de hacer hasta lo absurdo por tan sólo una mirada, un pedazo de celuloide, un trozo de tierra, una migaja de pan, una partícula que nadie ha visto, y que como que como yo contigo, intuimos que existe, que debe estar ahí, en algún lugar. mirando a las mismas estrellas que yo. quizás tu sonrisa se encuentre con mi mirada desde dos puntos distintos, desde dos tiempos distintos.
quizás ahora que me miras a los ojos en el presente, me ves desde los columpios, mientras volamos juntos.

para que las cosas se den, una relación entre dos seres humanos, es necesario también acercarse al otro, tratar de encontrar el ritmo en conjunto. hacer un esfuerzo mutuo.

tanto esfuerzo, tanto movimiento, tanta vida… y cuando lo logramos. cuando todo cae en su lugar. todo es justificado.

un instante que parece eterno, el perfecto equilibrio, el punto exacto…

sincronía.

Yunuén.

Despierto. Las olas. No se han detenido. Sigue el vaivén. Indiferente. Mágico. Violento. Vaivén que destruye castillos. Fortalezas. Endebles. En vano su resistencia. Se deshacen. Arena. Granos de arena. Como todos los granos. Especiales. Únicos. Irrepetibles. Planetas imaginarios. Flotando en el universo del mar. De un lado a otro. Sin voluntad. Como en un sueño. Un sueño profundo. Un sueño de mar. Despierto. Las olas. No se han detenido. Sigue el vaivén. Indiferente. Mágico. Violento.

 
La ventana. La abro. El sol me quema los ojos. Más no brilla como ella. Con tanta intensidad. Aún así. Mis retinas se derriten. Escurren al suelo. Mercurio. Tormenta de Nagasaki. No importa. Estoy ciego desde hace días. Cuando la conocí. Yunuén. Miro al horizonte. Ciego. Adivino. A lo lejos la existencia del océano se justifica. A lo lejos. Un barco. Inventando el mar. A su paso. Lejos. Mas allá. Hasta donde el horizonte pierde su línea. Ahí. En el océano que es espejo. Ahí su reflejo. Ella. Yunuén. Ella. Ella. Ella. Ya no. Se fue. La ha comido el horizonte. Se ha perdido. No para siempre. Para encontrarla deberé cruzar el mar. Encontrarla en otra tierra. Extraño en tierra extraña. Extraño que su tierra extraña. Extraña la tierra del extraño. Así lo ha querido. Ella. Sirena que del mar vino. Que nace de un mar evaporado. Ella. La que ya no veo. La de las mil formas. La incólume, La de la estrategia del caracol. La que vuela. Y es rasgada. Erotizada. Penetrada por mil rascacielos. Penes de hormigón. Ella. Que a lo lejos inventa el cielo. Imagina el cielo. Es el cielo.

 
Soy cazador. Cazo mariposas. Escamas. Escamas con alas. Me enamoro de ellas. Las condeno al peso de mi amor que no las deja volar. Las amo no dejándolas libres. Cazándolas a ellas. Casándome con ellas. Clavando un alfiler en su libertad para someterlas al escrutinio de mi mirada. A mi curiosidad de entómologo. Al gran ojo que ve los patrones de sus alas. Sin poder descifrarlo. Agónicas. Aún intentan batirlas. Si acaso, logran hacerlas temblar. Aún vivas. Victoria pírrica. Fenómenos de circo. Es inútil. Mi amor las ha penetrado. Las ha anclado a una tabla de cartón. Porque me enamoro de todo lo que vuela. Y al amarlas, dejan de volar.  Aglossata. Heterobathmiina. Zeugloptera. Glossata. Annabelle. Carolina. Violeta. Katia. Yazmin. Andrea. Ximena. Jimena. Ximena. Catalina. Todas fueron mías. Sus restos en mi vitrina. Fotos del recuerdo. Las patas abiertas. Penetradas por mi alfiler. La sangre. Lasciva. Mojando el cartón. Zumo que escurre hasta el suelo. Muerte chiquita. Soy casador. Caso mariposas. Escamas con alas. La ventana. La abro. Una de ellas se posa frente a mi. No quiero amarla. Miro al horizonte. Aún ciego. Ciego desde que la vi por primera vez. Reflejando el sol. Más blanca que una montaña de cal. Granos de cal. Como todos los granos. Pero blancos. Especiales. Únicos. Irrepetibles. Planetas imaginarios. Orbitando el sol. Que no brilla como ella. Yunuén.

 
A veces es un hombre. A veces mujer. Le he visto doce brazos. Tres pares de ojos. Es una araña. Una quimera. Un ratón. Un conejo. Alguna vez fue un tren, pero eso no duró. Alguna vez un tulipán. Pero eso fue solamente vanidad. A veces deja que los niños la descifren. Que los amantes la inventen. Que lo enamorados la contemplen. Tan bella. De mil formas. De mil colores. Avanzando sin prisa. Donde el viento la lleve. Migrante. Lo que más le gusta. Es parecerse a ella. Y lo hace muy bien. No sé como es ella. Tiene cara de ella. Y al mirarla, la reconozco. Le gusta hacerse más grande, unirse a las que se le parecen. Primero mimetizándose. Luego. Devorándose mutuamente. Pero aún logro reconocerla. Cuando llora, sus lágrimas la van deshaciendo, una gota a la vez. Su tristeza se acumula como el cáncer en mis pulmones. Oscuridad que la rasga. Las lágrimas que caen al suelo formando caudales. Charcos. Lagunas. Olvido que fluye a un mar desconocido. O ríos que no desembocan en ninguna parte. Estériles. Masturbados. Sin semen. Sin esperma. Sin semilla. Femeninos. Golpeando la cabeza de los calvos. Echando a perder las cosechas de café. Mojando la tierra. Mojándolo todo. Secreción vaginal. Que escurre hasta las rodillas. Y desde el cielo cae a mi lengua. Como maná. Alimentando a un pueblo. Un milagro. Alimentando a las plantas. A la vegetación dentro de mi. A mi flora intestinal.

 
Desde aquella vez. La primera. La he venido siguiendo. Como un acosador. Un demente. Loco por ella. Más no quiero hacerle daño. Tampoco quiero clavarle un alfiler. Me enamoré como el que se enamora de un río, de una piedra o del mar. Tan pequeña que se veía. Tan cansada. Había llovido lágrimas por siete días. Y de mi tristeza, lloré yo también. Tantas lágrimas como tiene un mar que imagino. Lloré para que el sol, que no brilla como ella, las evaporara. Para que el agua regresara a los cielos. Agua salada. Agua de mar. Como la que le dio vida originalmente. A ella. La sirena. La de las mil formas. La que se parece tanto a un sueño que alguna vez tuve. Un sueño de mar. Del que despierto ahora. Y las olas, no se han detenido. Sigue el vaivén. Indiferente. Mágico. Violento. Y ella a la distancia, desaparece, al otro lado del mundo. Pero me he acostumbrado. La amo dejándola volar libremente. Regalándole lo que a ninguna otra. Mariposa o mujer. Hay días que se ausenta. Que no sé de ella. Que desaparece. Una vez le dio la vuelta al mundo y regresó. Y me gustó esperarla sin esperarla. Con la certeza de la lluvia en verano de que que nunca debía ser mía. Ni yo de ella. Sin limitarnos. Obedeciendo a las reglas del caos. Las reglas del azar. La estrategia del caracol. Paciencia. Avance milímetro a milímetro. Disfrutando la superficie. El detalle. La respiración que quita el aliento en cada breve instante. Breve, pero eterno. Obedeciendo a las reglas del caos. Que le dan forma diariamente. Que la moldean. Que definen su mirada. Siempre tan cambiante. Siempre tan diferente. Nunca es igual y siempre es la misma. Que se ausente. Que surque los cielos. Que conozca el mundo. Que sea ella. Ella. Yunuén.

 
Una tarde aparece. Y sonrío de verla. Como siempre lo hago cuando aparece. Su ausencia significa sequía. Y cuando aparece, siento que soy especial. A pesar de que se posa sobre todos nosotros. Me habla. Por primera vez. Ofreciéndome el sonido de su voz, por primera vez. Regalándome un privilegio. Encuéntrame en Nepal. Donde la altura del Everest quita el aliento. El oxígeno. La vida. Ahí. Donde mis pulmones pesan. Como dos bolsas con rocas. Las rocas de un enfisema. Las rocas que desgarran alveolos. Y me oprimen. Lentamente enterrándome. Lentamente. La muerte en mis pulmones. Creciendo. Un día a la vez. Haciendo mi ascenso a la cumbre más complicado. Pero es sólo ahí. A esa altura. Que puedo tocarla. Siempre tan alta. Más alta que yo. Tampoco es tan difícil, considerando mi estatura: la primera adversidad que forjó mi voluntad. Esa voluntad que me hace querer llegar al cielo. Una piedra a la vez. Un milímetro de poco a poco. Hasta la punta. Para tocarla. Justo después de cruzar un mar. De imaginarlo. De inventarlo. Como ahora invento la montaña. Su cumbre. Su esplendor. Aquí estoy. En la frente del cielo. En la madre del universo. Esperando a estar en ella por primera vez. En ella. Yunuén. Que significa Bienvenida. Espejo del cielo. Novia del lago. Brazo fuerte sobre el agua. Yunuén. Que significa agua que corre. Agua que cae. Yunuén. Flor del lago. Mujer de ojos Bonitos. Flor antes de agosto. Princesa de la mañana. reina de Rocío. Yunuén. Que desde el horizonte se va acercando. Lentamente como es su costumbre. Dejando que el azar allane su camino. Su camino de viento. Poco a poco. Poco a poco. Más. Se va acercando. El encuentro es inevitable. Nuestra colisión. Dos mundos. Planetas imaginarios. La altura me quita el aliento. No más que el encuentro. La miro frente a mi. Cercana. Como la mañana. Y la atravieso. Violentamente entro en ella. Vivo en ella. Soy parte de ella. Ella me rodea. Por un instante. Es fría. Es húmeda. Es la mañana. Es un mar. Blanca, luminosa. Es una neblina, que no permite ver más allá. Más no lo necesito. Ya estoy ciego. Desde la primera vez que vi el sol reflejado en ella. Su humedad me cubre. Me abriga y me congela. Y me regala esos instantes para que la roce. Como una cola de gato. Sospecho que permanece sin avanzar. Tal vez más de lo necesario. Tal vez le gusta. Que la vaya tocando desde dentro. A esa altura. El costo. La exigencia que impone el deseo. Y lentamente, brevemente. Apenas me doy cuenta, todo ha terminado. Y me deja atrás. Para alejarse nuevamente. Sin siquiera mirarme. Libre, sin ataduras. Pero diferente: ahora somos cómplices. Sólo ella y yo lo sabemos. Sólo ella y yo tenemos un secreto. Un secreto partido en dos. Hasta que volvamos a reunirnos. Si acaso ese milagro sucede. Yo si la miro. La contemplo mientras se aleja. Mientras se pierde entre más montañas. Y me despido deseándole un buen viaje. Hasta nuestro próximo encuentro.

 
Yunuén. Vuelve a darle la vuelta al mundo.

La muerte de mi padre.

LA MUERTE DE MI PADRE 2.0

El Subject Equivocado.

Aquí, garabateando con palabras. A ver qué tal.

 

EL SUBJECT EQUIVOCADO PDF

Tania y sus Pisadas en la nieve.

«Hablar verdaderamente con alguien es abrazarlo, y en cuanto cruzamos las primeras palabras tuve la sensación de que habíamos empezado a hacer el amor».

 

Paul Auster

 

 

 

Llega Tania. ¡Por fin!

Ya se había tardado. Casi un mes de gira.

Dejándome solo con mis pensamientos. Mil maneras en las que pude haber profanado su recuerdo en su ausencia.

 

Pero ella sabe. Me conoce. Mejor que yo, a veces.

 

Primero, a ponernos al corriente.

Prioridades: nos revisamos los cuerpos, para saber que todo está en orden, para confirmar que somos quienes decimos ser, que aún somos compatibles, que permanecen esos recovecos que sólo yo conozco y uno que otro lunar que sólo ella me ha mirado.
Luego, una vez declarada la tregua, me cuenta: que el teatro… que la actuación… que la gira… que el público… que una función… que en otra… que nunca… que a veces…

¿Yo? Pienso que me quedaron dudas y comienzo a revisar de nuevo en su cuerpo.

 

Percibí algo diferente…

 

Lo compruebo.

No. Fue mi imaginación.

 
Y ahí va otra vez: que siempre… que las ciudades… que su director… que un compañero actor… que una compañera actriz… que bailamos… que nos emborrachamos…

 
No, definitivamente había algo.

No puedo seguir haciéndole caso hasta no estar seguro.

Comprobado. Fue mi imaginación.

 
Satisfecho con la confirmación, se me antoja un cigarro.

 

– Sólo decía -, le digo ante su mirada inquisitiva.

 

– No regresé para terminar acompañándote al hospital, otra vez.

 

– Sólo decía -, le repito.

 
Cambio de tema. Le hablo del guión que me encargaron hace un mes, ya…

 
– Migrantes centroamericanos y Alzheimer. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra?

 

– El olvido, obviamente. Eso tienen en común.
Ambos, el migrante y el paciente de Alzheimer, le digo, se encuentran en tierras desconocidas, contra su voluntad van dejando cosas detrás, aprenden a prescindir de lo que daban por sentado… pierden su dignidad, su identidad. Y muchas veces, no hay camino de regreso.

 

Se les va el tren o se quedan en el viaje, bromeo.

 

Eso es lo que tienen que ver.
La dimensión dramática además es maravillosa: ambos luchan por mantener vivos sus recuerdos. Es lo poco que los mantiene anclados a la esperanza; una esperanza que es baladí: el que tiene Alzheimer terminará olvidando, eventualmente morirá. El migrante centroamericano, ha cruzado este infierno que es nuestro país: el paréntesis mexicano, el sufrimiento de a gratis… pero aún le falta cruzar otra frontera. Eventualmente. también morirá. El personaje, quiero decir.

 
– Y, ¿cómo se unen los temas?

– Aún no lo sé. Tengo las tapas de pan, pero aún no corto el jamón, el queso y el jitomate.

– ¿Y si…?
Lo que me sugiere no tiene nombre… es genial. Bestialmente genial. ¿Cómo no se me ocurrió?

 

Total. Las ideas son de todos. Con confesarlo en este espacio deberá bastar para darle crédito.
Escribo, toda la mañana. Dos días, tres. Ya tengo un primer tratamiento. Por fin. Una semana después de lo acordado. Lo mando. Cruzo los dedos para que les guste (cruzo los dedos para que no digan que lo único bueno es la idea de Tania).

 
Les gusta. Lo registran, o eso me dan a entender (si no es así, este escrito es un pésimo error).

 

Más diálogo, me dicen. Algún gag… algo que haga reír… Esto no queda claro… y tampoco… ¿y se podrá…? ¿y qué tal si…? Pero tú eres el guionista, tú sabes.

 

Una gran lista por mail de correcciones.
Me la dejaron barata. No hay tantas cosas que cambiar ni de la estructura, ni de los carácteres, ni de las acciones.

 

Si. También les gusta la idea de Tania.

 

Me dispongo a corregirlo, pero todavía hay tiempo. Lo dejo para la última hora. (Sólo así siento como si escribiera inspirado: cuando escribo a las prisas).

 

Es octubre en mi casa.

Se va de gira nuevamente (o eso me dice).

 

Cuando vengas te doy a leer el último tratamiento (espero que sean tres, nada más). «Si», me da el avión. Sabe que es una mentira, no comparto esos procesos con nadie (pero quiero intentarlo, lo juro, esta vez quiero compartirlo. Quiero creer que es sincero mi ofrecimiento).

 

Pero ella sabe. Me conoce. Mejor que yo, a veces.

 
Nos reconocemos antes de despedirnos; el mismo ritual, el mismo proceso de reencuentro, antes de que se vaya. Por nada, sólo para dejar un precedente cuando regrese.

 
«Haz lo que quieras, nada más no te vayas a enamorar.»

 



Podría tomarlo de manera literal y justificar cualquier acción futura. Pero sé a qué se está refiriendo específicamente; ya hemos estado ahí, somos (más bien dicho soy) visitante habitual, me la paso comprando souvenirs de ahí, como una vez, una playera que dice así:

 
«Vendí un guión. Me enamoré de él, y sólo me quedé con esta pinche playerita»

 



Esta vez no. No hay modo. Escribí algo que no hierve en mi, que no grita desde mi interior la necesidad de contarlo. Me preparé mentalmente desde que acepté escribirlo. Además, me urge el dinero; vienen navidad, los regalos, Santa Claus, los reyes. La cena…

 
Segundo tratamiento.

Terminado el mero día acordado. Sin dormir, con cafeína en exceso.
Luego, mas correcciones. (Nunca entiendo porque siempre hay más correcciones en el segundo tratamiento que en el primero). Se van de vacaciones. Hasta enero me dicen.

 
Y pasa el tiempo.

Lo aprovecho: dejo enfriar lo que escribí. Lo retomo antes de que se acabe el año.

Me empiezo a dar cuenta que todo aquello que yo creía impersonal es un reflejo inconsciente de lo que soy, de lo que siento, de lo que pienso. Me encueré sin darme cuenta.

 

Encuentro cosas significativas en pequeños detalles, agazapadas, listas para atacarme en este momento. Y se me ocurren nuevas ideas, y escribo, y escribo.

Y lo leo, y lo releo. (Cuando uno escribe, el lector es uno).

 
La primera frase me golpea, sin concesiones; una cita de Borges:

 
«Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece».

 
No está hablando sólo del Alzheimer y los migrantes centroamericanos como es mi intención al citarla; también está hablando de cosas que están pasando en mi vida: la pérdida, la ausencia, el pasado.
Me emociono con lo que está sucediendo. Pienso en las imágenes, en los movimientos, empiezo a pensar en formas de filmar lo escrito.

Me doy cuenta de que me gusta; me doy cuenta que me gusta la idea que ella tuvo; en parte porque simbólicamente está allí también, porque es lo primero que hacemos juntos en años, además de pelear y hacer el amor.

 
Enero.

Entrego el último tratamiento. Hoy, jueves espero su aprobación, en cuyo caso se habrá ido para siempre de mis manos.

 

(Sólo aquello que se ha ido es lo que nos pertenece).

 
Llega Tania. ¡Por fin!

Ya se había tardado.

 
Primero lo primero… El reconocimiento, los lunares, los recovecos…

 

Eventualmente le cuento.

Lógicamente me responde…

 

– Te lo dije.
Me ofendo.

 

En mi cabeza sé que tiene razón. Me conoce. Mejor que yo, a veces.

 

Paso así un minuto, dos. Diez. (Sin un cigarro).
Ella se me queda mirando.

 

Otro minuto. Me encargo de que perciba mi silencio, que se dé cuenta que no me gusta que se haga la sabihonda.

 
– ¿Estás enojado?

– No -, le respondo.

 

Soy tajante, pero sincero.
El guión me ha hecho consciente de lo mucho que la quiero.

 

No estoy enojado… Estoy feliz de que haya regresado.

Adriana está en Madrid. Lejos de mi. Donde no puedo tocarla. Donde no puedo buscarla. Donde no puedo hablar con ella. Hablábamos mucho de cine.

 

Pero eso se terminó.

La extraño.

 
El último día que disfruté con ella divagamos acerca del lenguaje, de la narración cinematográfica.

 

Confundimos, le digo, la «narración» cinematográfica con el equivalente a la prosa narrativa en literatura. Esto nos hace concluir equivocadamente que una película debe contar una historia; es como hemos aprendido que el cine debe ser.

 

No importa que el cine tenga sus propios recursos, sus propias formas, su propias reglas gramaticales, éstas siempre se ponen al servicio de una historia, de la acción, del desarrollo de personajes; un pie en el teatro, el otro en la novela o el cuento.

 
Tengo la tentación, le sigo diciendo, de tomar la cámara, colocarla en cualquier punto y comenzar a filmar. Filmar un ensayo; una historia donde no haya acción, donde no exista el conflicto, pero si narración. No documental, no ficción, ningún género. Simplemente imágenes y sonidos que cuenten algo, si, pero de una manera propia del cine, de tal forma que una película tenga la misma problemática de ser pasada a una novela como lo es al revés.

 
La gente no iría al cine, me dice.

¿Qué le contesto? No puedo debatir esa hipótesis porque no conozco las reglas de ese, su mundo hipotético.

 
En silencio repliego mis tropas, pero al mismo tiempo mando otras…
Lograr, entonces se me ocurre, que la forma sea inseparable del discurso, que uno no pueda pensar una película sin tal o cual movimiento, sin tal o cual transición, sin tal o cual encuadre o sonido.

 

Pensar el cine de Tarkovsky, de Raúl Ruiz, de Hitchcock, de Pasolini, de Orson Welles de una manera contraria, es no pensarlo.

Son autores que decidieron ser cineastas. Cuando quieren hacer teatro, montan una obra de teatro; cuando quieren escribir poesía, toman un pedazo de papel y escriben. Pero cuando hacen una película… Ellos se dedican al cine en gran medida por sus posibilidades formales. No les interesa más el desarrollo de la historia que la forma en que la cuentan.

El asesinato de Arbogast en Psycho es tan fuerte en tanto los encuadres que decidió Hitchcock para narrarlo. No es la acción en si (¿cuántos asesinatos no se han visto en cine?), es la forma en que está contada. No es lo mismo ver el planosecuencia de apertura en Touch of Evil con la pista sonora escogida por la Casa Productora que con el sonido escogido, editado y mezclado por Welles. La historia de Juana de Arco es la misma ya sea contada por Luc Besson, por Rosselini o por Dreyer. Es la forma donde esta historia adquiere dimensión, independientemente de quitar tal o cual personaje, de decir tal o cuál diálogo, etcétera.

 
Le cuento a Adriana después, una experiencia que me viene a la mente:

Cuando estudiaba hice un corto, el sendero que queda. Mi idea original era mostrar a una madre intentando amamantar a su hijo mientras esperaba que el tren pasara.

Ya. No más.

 

Independientemente de lo que había en mi interior para querer contar eso, lo que me interesaba era buscar la forma, cómo contarlo. Quería crear un evento cinematográfico, indisoluble entre el qué y el cómo, así como también entre la forma y el fondo (digamos, el mensaje personal). Para mi era parte de mi proceso de crecimiento (siempre he creído que cada quien tiene derecho a acercarse al cine como le dé la gana), de una forma de entender el cine de manera personal.

Sobra decir que lo que fuera importante o no para mi, para mis profesores no era relevante.

 
Nunca pude realizar el corto como yo quería. Había que meter conflicto, un choque de voluntades; el personaje debía desear algo y algo más debía impedírselo. (Dramática 1 0 1).
«El cine no puede ser poético», me dijo Mitl, «debe contar algo. Si no, no filmas», sentenció. «No quieras ser Tarkovsky» (Estaba en mi primer año de escuela, pero jamás había visto una película de Tarkovsky, debo confesar)

 
A partir de ese momento no pude quitarme la impresión de que mi escuela era como una especie de cuarto 101, y su plantilla de profesores, la policía del pensamiento. No había esta necesidad por fomentar la creatividad del alumno, sino un deseo de demostrar que ellos eran los Maestros, los Iniciados en la realización, los poseedores del secreto.

 

Igual, nunca filman, pero tienen el secreto.

Y lo poco que filman, tampoco es objeto de mis elogios (percepción meramente personal, habrá alguien a quien le guste su trabajo no lo niego; lo que es más, lo respeto). Esta actitud se va permeando en el alumno, poco a poco: después de un tiempo, también nosotros los alumnos y egresados nos creemos poseedores de la forma, de un lenguaje secreto que nadie más que nosotros entiende.

 
Martí (un mi compañero) me decía: » te tomas esto del cine demasiado en serio. filma lo que te dicen y ya. Luego habrá tiempo…» Craviotto (otro mi compañero) me decía que lo que sucedía es que me creía más que los demás. Que «quería descubrir el hilo negro».

 
Pasaron años para entender que no quería eso (la verdad por mucho tiempo, si creí que todo era pura arrogancia de mi parte, ¿ya saben? sentirme artista y todo eso). Ahora, después de mucho reflexionarlo creo que simplemente quería hacer el cine que yo quería hacer, después de todo son mis películas. Después de todo, si no es en la escuela, ¿en dónde?

Debo aclarar: no me siento con la sensibilidad, ni la capacidad, ni el «talento» de ningún cineasta al que admiro, no puedo compararme de ninguna manera; pero no por eso puedo de dejar de hacer cine, no por eso me va a dejar de gustar el cine. Tengo claro que no soy escritor, no soy actor, no soy músico. Me gusta comunicarme con otros seres humanos mediante la imagen en movimiento y el sonido.

También debo aclarar que durante los siguientes años siempre me sentí castrado. Haciendo lo que «académicamente» era «correcto». Nunca lo que realmente quería hacer.Lo que filmé en la escuela siempre fue como una cosa deformada de lo que había pensado originalmente. Una complacencia a mis profesores, para ganarme una calificación, para adquirir un diploma (que no tengo, dicho sea de paso).

 
Hoy recuerdo esto, porque como se lo dije a Adriana en aquella ocasión, quiero filmar en unos meses… y aún me siento con ese deseo de explorar la forma.

 
Hoy, con una diferencia fundamental.

 
Si algo aprendí en la escuela es a dudar de mi mismo. Hoy dudo antes de tomar la cámara y filmar lo que quiero, me da miedo el riesgo; riesgo de que a nadie le vaya a importar lo que tengo qué decir, como alguna vez me dijo Armando Casas, también.

 

Me siento como ese escrito que abre el ¿Aguila o sol? de Paz, «comienzo y recomienzo, y no avanzo…»

 
No me preocupa la crítica, digo, siempre hay alguien que quiere opinar lo que cree que se debió haber hecho o no. (Que hagan lo suyo, se me ocurre).

 

O «jueces» que quieren determinar si una obra está «bien» o «mal», y que hablan desde su experiencia acerca de una película (Eso dice más de ellos que de la obra misma).
No me preocupa tampoco el ataque, a eso se expone uno cuando expresa sus pensamientos en cualquier forma. No me preocupa porque después de todo no me están atacando a mi: yo no soy eso que escribí, que filmé o que dije. Aunque esté reflejado ahí, soy un ser humano. Quiero creer que mi existencia se define por algo que va más allá que una obra realizada por mi.

 
Me preocupa simplemente la indiferencia. El no hacer eco. El no encontrar el espejo donde me puedo ver reflejado. El no entablar comunicación.

 
Tiempo después, tomo la cámara, sin guión, sin idea preconcebida y me pongo a filmar (grabar es lo correcto).
Pero no cualquier cosa. Ahí está mi conflicto…

 

El mundo entonces, todo lo que sucede frente a mi, se vuelve el equivalente de una hoja en blanco para el escritor.

¿Qué es importante para mi?

¿Qué quiero decir?

¿Dónde voy a colocar la cámara?

 

Tengo claro que no quiero ponerme a grabar una bolsa de plástico movida por el viento, y luego verla en mi televisor mientras lloro y digo «Hay tanta belleza en el mundo».

 

Tampoco quiero colocarme la cámara a la espalda, y luego guardar todas esas imágenes vírgenes, jamás profanadas por la mirada humana.

 

No quiero grabar sin ton ni son, sin intención. Buscando.
No quiero buscar, quiero encontrar.

 
Después de un rato, me doy cuenta que Adriana no ha dicho una sola palabra. Ha estado ahí, en silencio. Poniéndome atención. Platicamos de otras cosas. Su conversación me llena.

 

Al final me dice: «hazlo». Di lo que tengas que decir, dilo en imágenes si quieres; pero dilo; hazlo y a ver qué pasa.

Mejor grabar que no grabar.

 
Tiene razón. Lo haré y a ver qué pasa.

 
Tal vez será mi forma de llegar hasta allá, donde está ella ahora. De decirle cuánto lo siento y cuánto siento su ausencia.

 
La vi por última vez el año pasado. Era octubre en Coyoacán (no sé si en otras partes del mundo también); ahí se despidió de mi, dándome el abrazo más triste y más insípido que me han dado en la vida.

Puede parecer exagerado, pero tuve la sensación que cuando se alejó de mi se había quedado pegada mi piel a su cuerpo, y mientras la veía irse más piel se me iba desprendiendo, partiendo con ella.

Hoy en día con la carne viva expuesta, todo contacto me resulta insoportable.

 
Que se quede con mi piel, que haga un libro con él si quiere; pero que me devuelva nuestras conversaciones, aquellas caminatas por la conchita, las idas a la cineteca. Es imposible, lo sé; no estoy siendo sino infantil.

 
La breve ventana de sincronía que tuvimos fue de un sólo mes, lo que dura la vida para algunas mariposas.

Un mes, una vida…

 
Ahora lo sé: ese es el tema que quiero poner en imágenes.