Archive for junio, 2011


Slavoj Žižek: 

Primero como tragedia, luego como farsa.

 

 

 

 

 

 

Y ya encarrerado el ratón:

Jeremy Rifkin:

La Civilización Empática.

 

 

 

 

 

 

Finalmente:

Philip Zimbardo:

Los poderes secretos del tiempo.

 

 

 

 

 

 

Más videos:

http://www.thersa.org

 

 

 

 

 

En su episodio final de La Guerra de las Galaxias, George Lucas no escapa a la influencia de una versión occidental del budismo, la cual nos permitiría aceitar y participar en el engranaje de los mercados financieros mundiales, manteniendo una distancia interna hacia ellos.

 

 

La entrega final de la serie Star Wars [La Guerra de las Galaxias], Episodio III: La Venganza de los Sith (2005), [1] nos revela el momento crucial sobre el que pivota toda la saga, a saber, la conversión del “buen” Anakin Skywalker en el “malvado” Darth Vader, [así como el derrocamiento de la República por el Imperio Galáctico.]

Su director, George Lucas, establecía así un paralelismo entre el individuo y la política.

A nivel individual, su explicación recordaba a una especie de budismo pop: “Él [Anakin] se convierte en Darth Vader porque se apega a las cosas”, explica Lucas. “No consigue separarse de su madre; no consigue separarse de su novia. No consigue renunciar a las cosas. Ese apego se torna ávido. Y cuando eres ávido, estás en camino al Lado Oscuro, pues temes que vayas a perder lo que posees.” [2] Por contra, la Orden Jedi [3], como si de una nueva versión de la Comunidad del Grial (elogiada por el compositor Richard Wagner en su Parsifal) se tratase, aparece como una comunidad masculina cerrada que prohíbe a sus miembros cualquier forma de apego.

A nivel político, la explicación resulta aún más reveladora: “¿Cómo se convirtió la República en el Imperio? (Cuestión paralela: ¿Cómo se convirtió Anakin en Darth Vader?) ¿Cómo se convierte una democracia en una dictadura? No es porque el Imperio conquistara la República, sino que la República es el Imperio.” [4] El Imperio nace de la corrupción inherente a la República. Lucas explica que: “Un día, la princesa Leia y sus amigos se despertaron diciéndose, ‘Ésta ya no es más la República, es el Imperio. Y nosotros somos ahora los malos’.” [5]

El nacimiento del Imperio

Cometeríamos un error si desconsideráramos las connotaciones contemporáneas que las referencias a la Roma antigua tienen en relación a la transformación de los Estados-nación en un Imperio mundial. Por lo tanto, es preciso situar la problemática de La Guerra de las Galaxias (el paso de la República al Imperio) exactamente en el contexto descrito por Antonio Negri y Michael Hardt en su libro Imperio, [6] con el paso del Estado nación a un Imperio mundial.

Existen connotaciones contemporáneas en referencia a la antigua Roma y la transformación de los Estados-nación en el Imperio global.

Las alusiones políticas en La Guerra de las Galaxias son múltiples y contradictorias. Son ellas las que le confieren a la serie su poder “mítico”: el Mundo Libre contra el Imperio del Mal; el debate sobre la noción de Estado-nación invocando las tesis de Pat Buchanan o de Jean-Marie Le Pen[7]; la contradicción que lleva a personas de clase aristocrática (princesas y miembros de la elitista Orden Jedi) a defender la República “democrática” contra el Imperio del Mal; y, finalmente, la toma de conciencia esencial de que “nosotros somos ahora los malos”.

Tal como lo expresan las películas de la saga, el Imperio del Mal no está en alguna otra parte, sino que su aparición depende de la manera en que nosotros, los “buenos”, lo combatimos. La cuestión concierne a la actual “guerra contra el terrorismo”: ¿cómo va a transformarnos esa guerra?

Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma nos proporciona una pista crucial sobre las características “cristológicas” del joven Anakin: su madre sostiene que su nacimiento es fruto de una concepción inmaculada; la carrera de bólidos (vainas) que gana, y que evoca a la famosa carrera de carros de Ben-Hur, esa “fábula crística”).

Compasión budista y amor cristiano

El universo ideológico de La Guerra de las Galaxias remite al universo pagano de la Nueva Era. [8] Es lógico, por tanto, que la figura central del Mal se haga eco de la de Cristo. Desde una visión pagana, el advenimiento de Cristo es el escándalo supremo. En la medida en que diabolos (separar, desgarrar) es lo contrario de symbolos (reunir, unificar), el mismo Cristo se vuelve una figura diabólica en el sentido de que trae “la espada y no la paz” y perturba la unidad existente. Según el evangelista Lucas, Jesús habría declarado: “Si alguien viene a mí, y no odia a su padre y a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo”. [9]

La posición budista es, en síntesis, de indiferencia, mientras el amor cristiano es una pasión que introduce una jerarquía en la relación entre los seres.

Es preciso tener en cuenta que la posición cristiana tiene una naturaleza diferente a la de la sabiduría pagana. El cristianismo, en sus comienzos, consideró como el acto más elevado lo que la sabiduría pagana condenaba como la fuente del mal, a saber, el acto de separar, de dividir, o de aferrarse a un elemento que compromete el equilibrio de todos los demás.

Esto significa que habría que oponer la compasión budista (o taoísta) [10] al amor cristiano. La posición budista es, en síntesis, de indiferencia -un estado en el cual todas las pasiones están reprimidas-, mientras que el amor cristiano es una pasión dirigida a introducir una jerarquía en el orden de relación entre los seres. El amor es violencia, y no solamente en el sentido del proverbio balcánico según el cual “si no me pega, no me ama”. La violencia del amor lleva a arrancar a un ser de su contexto.

Confusión ideológica

En marzo de 2005, el cardenal Narciso Bertone, en transmisión de Radio Vaticano, hizo una declaración condenando con firmeza la novela de Dan Brown El Código Da Vinci, a la que acusaba de estar basada en mentiras y de propagar falsas enseñanzas (como que Jesús se habría casado con María Magdalena, con la que habría tenido descendencia…) Lo ridículo de tal actitud no nos puede hacer perder de vista el hecho de que el contenido de su declaración es básicamente correcta. El Código Da Vinci inscribe al cristianismo en la Nueva Era con la rúbrica [de la restauración] del equilibrio entre los principios masculino y femenino.

Retornando a La Venganza de los Sith, el film paga por su fidelidad a esos temas de la Nueva Era, no sólo por su confusión ideológica sino, también, por su mediocridad narrativa: La transformación de Anakin en Darth Vader, momento capital de toda la saga, carece de la apropiada grandeza trágica. En vez de centrarse en el orgullo de Anakin visto como un deseo irresistible de intervenir, de hacer el Bien, de ir hasta el final por aquellos a los que ama (Amidala), extraviándose de este modo en el Lado Oscuro, Anakin es presentado simplemente como un guerrero indeciso que se va deslizando gradualmente hacia el Mal al sucumbir a la tentación de Poder bajo el influjo del maligno Emperador. Dicho de otra forma, George Lucas carece del valor para establecer realmente el paralelismo entre República-Imperio y Anakin-Darth Vader. Es la obsesión de Anakin por el Mal lo que [queriendo combatirlo] lo transforma en un monstruo.

¿Qué paralelismos hacer? En un momento en el que la tecnología y el capitalismo “europeos” triunfan a escala planetaria, la herencia judeo-cristiana, como “superestructura ideológica,” parece amenazada por el asalto del pensamiento “asiático” de corte Nueva Era. El taoísmo posee todas las bazas para volverse la ideología hegemónica del capitalismo mundial. Una suerte de “budismo occidental” se presenta ahora como remedio contra las tensiones de la dinámica capitalista. Ello permitiría que nos desengancháramos y conserváramos la paz y la serenidad interior, y funcionaría como un complemento ideológico perfecto [del capitalismo].

Solución escapista

La gente no es ya capaz de adaptarse al ritmo de progreso tecnológico y a las transformaciones sociales que lo acompañan. Las cosas cambian muy rápidamente. El recurso al taoísmo o al budismo ofrece una salida. En vez de intentar adaptarse al ritmo de las transformaciones, es mejor renunciar y “dejar ir”, manteniendo cierta distancia interior en relación a esa aceleración, la cual nada dice sobre el núcleo más profundo de nuestro ser.

En vez de intentar adaptarse, es mejor renunciar y “dejar ir”, manteniendo cierta distancia interior en relación a la aceleración del mundo tecnológico.

Ahora estaríamos casi tentados de utilizar de nuevo el cliché marxista de la religión como “opio del pueblo”, o sea, como complemento imaginario a la miseria terrena. De esta forma, el “budismo occidental” aparece como una manera de lo más eficaz de participar plenamente de la dinámica capitalista, manteniendo la apariencia de salud mental.

Si precisásemos encontrar un correlato del Episodio III de La Guerra de las Galaxias, estaríamos tentados de proponer el documental de Alexander Oey, Sandcastles: Buddhism and Global Finance [Castillos de Arena: El Budismo y las Finanzas Mundiales], un indicador maravillosamente ambiguo de las dificultades de nuestra situación ideológica actual. En el se combinan los comentarios del economista Arnoud Boot, la socióloga Saskia Sassen y el maestro budista tibetano Dzongzar Khyentse Rinpoche.

Sassen y Boot discuten sobre el alcance, el poder y los efectos del sistema financiero mundial. En pocas horas, los mercados de capitales pueden hacer subir o bajar el valor de las sociedades y de economías enteras. Khyentse Rinpoche les replica con consideraciones sobre la naturaleza de la percepción humana: “Libérate de tu apego a algo que sólo es una percepción y que no existe en realidad,” declara. Por otro lado, Saskia Sassen afirma: “El sistema financiero mundial es esencialmente un conjunto de movimientos continuos.”

Exuberancia ilusoria

Desde el punto de vista budista, la exuberancia de la riqueza financiera mundial es ilusoria, apartada de la realidad objetiva: el sufrimiento humano engendrado por las transacciones realizadas en las cámaras mercantiles y consejos administrativos, invisibles para la mayoría de nosotros. ¿Qué mejor prueba del carácter insustancial de la realidad que una gigantesca fortuna que puede reducirse a nada en pocas horas? ¿Por qué lamentar que las especulaciones sobre los mercados están “apartadas de las realidades objetivas” cuando el principio fundamental de la ontología budista enuncia que no hay “realidad objetiva”?

¿Qué mejor prueba del carácter no sustancial de la realidad, que una gigantesca fortuna que puede ser reducida a la nada en pocas horas?

Ese documental proporciona así una clave para La Venganza de los Sith. La lección crítica a aprender es que no nos debemos comprometer en cuerpo y alma con el juego capitalista, sino que podemos hacerlo manteniendo una distancia interna. Pues el capitalismo nos pone ante el hecho de que la causa de nuestra subyugación no es una realidad objetiva como tal (que no existe), sino nuestro deseo, nuestra avidez por las cosas materiales y el excesivo apego que depositamos en ellas. Por consiguiente, lo que nos resta hacer es renunciar a nuestro deseo y adoptar una actitud de paz interior. No es sorprendente que un tal budismo-taoísmo pueda funcionar como complemento ideológico de la globalización liberal: nos permite participar del sistema manteniendo al mismo tiempo una distancia interna… Capitalistas, sí, pero desapegados, zen…

Artículo publicado originalmente en la edición en español de Le Monde Diplomatique, mayo de 2005. 

Traducción de Kepa Egiluz a partir de la traducción al portugués de Teresa Van Acker, de la traducción al italiano de V. C. y de la traducción parcial al castellano publicada en la Red Interactiva de Estudiantes de Chile (www. rie.cl).

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[1] Esta epopeya cinematográfica de ficción científica comprende seis películas, divididas en dos trilogías. La primera trilogía: La Amenaza Fantasma (1999), El Ataque de los Clones (2002) y La Venganza de los Sith (2005). La segunda trilogía: La Guerra de las Galaxias, Una Nueva Esperanza (1977), El Imperio Contrataca (1980) y El Retorno del Jedi (1983).

[2] Citado en “Dark Victory”, Time Magazine, 22 de abril de 2002.

[3] La Orden Jedi, en La Guerra de las Galaxias, es un grupo de individuos que tienen en común la creencia y respeto por la Fuerza, una especie de poder extra-sensorial que permite comprender y modificar en ambiente. Los enemigos jurados de los Jedi son los Sith.

[4] Time Magazine, op. cit.

[5] Time Magazine, op. cit.

[6] Editado en Brasil por la Editorial Record, 2001. Editado en italiano por Rizzoli, 2000.

[7] Patrick J. Buchanan, editorialista católico ultra-conservador, candidato a la presidencia de los Estados Unidos en el 2000. Jean-Marie Le Pen, líder del ultraderechista partido francés Frente Nacional.

[8] Síntesis pseudofilosófica que surgió en California en los años 1980, y que intenta responder a las cuestiones sobre la vida evocando confusamente ángeles, extraterrestres, esoterismo, simbolismo, sabidurías orientales, vidas pasadas, experiencias psíquicas, etc.

[9] Evangelio según san Lucas, 14, 26.

[10] Sistema de pensamiento religioso y filosófico, el taoísmo constituye un sincretismo que se desarrolla en China en el siglo VI a. C. Como budismo, se volvió en una de las grandes religiones chinas. El taoísmo se muestra más preocupado por el individuo, con su conciencia y su vida espiritual más que especulativa, en la búsqueda de una armonía con la naturaleza y con el universo.

El día de su vigésimo cumpleaños también trabajó de camarera, como de costumbre. Le tocaba todos los viernes, pero, de hecho, aquél viernes por la noche no debería haber trabajado. Había intercambiado su turno con otra chica que también trabajaba por horas. Lógico. La mejor manera de pasar el vigésimo cumpleaños no es sirviendo gnocchi de calabaza y fritto misto di mare entre los berridos del cocinero. Pero el resfriado de la compañera con quien debería haber intercambiado el turno empeoró y ésta tuvo que meterse en cama. Con casi cuarenta grados de fiebre y una diarrea imparable, no podía ir a trabajar. Esa era la situación. Y fue ella quien tuvo que acudir apresuradamente al trabajo.

 

 

–No te preocupes -consoló por teléfono a la enferma ante sus disculpas-. No porque una cumpla veinte años tiene que hacer algo especial.

En realidad, la decepción no había sido muy grande. Y una de las razones era que, días atrás, había tenido una seria disputa con su novio, la persona con quien debería de haber pasado la noche de su cumpleaños. Salían juntos desde la época del instituto y la pelea había empezado por una tontería.

Pero la historia se había complicado de manera insospechada y, tras corresponder a una palabra ofensiva con otra insultante, y viceversa, ella sintió que se habían roto de manera irreversible los lazos que los unían. En su corazón, algo se había endurecido como una piedra y había muerto. Después de la pelea, él no la había llamado y a ella tampoco le apeteció llamarlo a él.

 

 

Trabajaba en un restaurante italiano bastante conocido de Roppongi *.

El local databa de mediados de los sesenta y su cocina, pese a carecer del ingenio de la cocina de vanguardia, era excelente, con lo que uno no se hartaba de comer allí. El ambiente era tranquilo y relajado, nada agobiante. La clientela habitual la componían, más que jóvenes, gente madura y, entre ella, se contaban algunos escritores y actores famosos, cosa nada de extrañar en aquella zona.

Dos camareros fijos trabajaban seis días a la semana. Ella y otra estudiante trabajaban a tiempo parcial, por turno, tres días a la semana cada una. Además había un encargado. Y una mujer delgada de mediana edad que se sentaba tras la caja registradora.

Se decía que la mujer llevaba en el mismo sitio desde la inauguración del local. Apenas se alzaba de su asiento, como la patética abuela de La pequeña Dorrit de Dickens. Cobraba y se ponía al teléfono. No tenía otra función. No abría la boca si no era estrictamente necesario. Siempre vestía de negro. Su apariencia era dura, fría y, de estar flotando en el mar de noche, el barco que hubiese chocado con ella seguro que se habría hundido.

El encargado rondaba la cincuentena. Era alto, ancho de espaldas, posiblemente, de joven, había sido deportista. Ahora empezaba a echar barriga y papada. El pelo, corto y duro, le clareaba un poco por la coronilla. Lo envolvía, en silencio y soledad, el olor propio de los solterones.

Un olor a caramelos de eucalipto y papeles de periódico guardados juntos en un cajón. Un tío soltero de la chica olía de la misma forma.

El encargado vestía traje negro, camisa blanca y llevaba pajarita. No una de esas de corchete, sino de las que se anudan de verdad. Era muy diestro y podía hacerse el lazo sin mirar al espejo. Para él, eso era un motivo de orgullo. Su trabajo consistía en controlar las entradas y salidas de la clientela, saber cómo iban las reservas, conocer el nombre de los clientes habituales, saludarlos sonriente cuando venían, escuchar con aire sumiso las posibles quejas, responder con la mayor precisión posible a las preguntas especializadas sobre vinos y supervisar el trabajo de los camareros. Desempeñaba su labor, día tras día, con eficacia. Otra de sus funciones era llevarle la cena al propietario del local.

 

 

— El dueño tenía una habitación en la sexta planta del mismo edificio. No sé si vivía allí o si la utilizaba como despacho – dice ella.

Ella y yo hemos empezado a hablar por casualidad sobre nuestro vigésimo cumpleaños. Sobre cómo pasamos el día y demás. La mayoría de la gente recuerda muy bien el día en que cumplió los veinte años. Ella hace más de diez años que los ha cumplido.

— Pero el dueño, vete a saber por qué, no aparecía nunca por el restaurante. El único que lo veía era el encargado, solamente él le llevaba la comida. Los trabajadores subalternos ni siquiera sabíamos qué cara tenía.

— ¿O sea que el propietario encargaba todos los días la comida a su propio restaurante? — Pues sí – dice ella -. Todos los días, pasadas las ocho, el encargado le llevaba al dueño la cena a su habitación. Era la hora en que el local estaba más lleno y que el encargado desapareciera justo en ese momento suponía un problema, pero no había nada que hacer. Así había sido desde siempre. El encargado ponía la comida en un carrito de esos del servicio de habitaciones de los hoteles, lo empujaba con aire sumiso hasta el ascensor, subía y, unos diez minutos después, regresaba con las manos vacías. Una hora más tarde volvía a subir y bajaba el carrito con los platos y vasos vacíos. Y eso se repetía, día tras día, de manera idéntica. La primera vez que lo vi me quedé de piedra. Parecía un ritual religioso. Pero después me acostumbré y dejé de prestarle atención.

 

 

El dueño comía siempre pollo. La manera de cocinarlo y las verduras de guarnición variaban según el día, pero tenía que ser pollo. Un cocinero joven me contó una vez que le había servido el mismo pollo asado una semana seguida para ver qué pasaba, pero que no le oyó una sola queja. Con todo, los cocineros intentan siempre idear nuevas recetas y los sucesivos chefs se imponían el reto de cocinar el pollo de todas las maneras posibles.

Elaboraban salsas complicadas. Probaban el pollo de distintos proveedores. Pero todos sus esfuerzos resultaban tan inútiles como lanzar piedrecitas en el abismo de la nada. No había reacción alguna. Y todos acababan resignándose a cocinar, día tras día, un plato de pollo corriente y moliente. Que fuese pollo era todo lo que se les pedía.

 

 

El día de su vigésimo cumpleaños, un diecisiete de noviembre, la jornada laboral se inició como de costumbre.

La llovizna que había empezado a caer a primeras horas de la tarde se convirtió, al anochecer, en un aguacero.

A las cinco, el personal se reunía a escuchar las explicaciones del encargado sobre el menú del día. Los camareros debían aprendérselo palabra por palabra, sin llevar chuleta. Ternera a la milanesa, pasta con sardinas y col, mousse de castaña. A veces, el encargado hacía el papel de cliente y los camareros tenían que responder a sus preguntas. Luego comían lo que les servían. No fuera a ser que les sonaran las tripas mientras les anunciaban el menú a los clientes.

El restaurante abría a las seis, pero, debido al aguacero, aquel día los clientes se retrasaban. Incluso hubo quien canceló la reserva. Las mujeres detestan mojarse el vestido.

El encargado mantenía los labios apretados con aspecto malhumorado y los camareros, para matar el tiempo, limpiaban los saleros o hablaban con el cocinero sobre la comida. Ella recorría con la mirada el comedor, ocupado sólo por una pareja, mientras escuchaba la música de clavicordio que sonaba a bajo volumen por los altavoces del techo. El profundo olor de la lluvia de finales de otoño invadía el comedor.

 

 

Eran las siete y media pasadas de la tarde cuando el encargado empezó a encontrarse mal. Se derrumbó tambaleante sobre una silla y permaneció unos instantes apretándose el vientre.

Como si hubiese recibido en la barriga el impacto de una bala. Grasientas gotas de sudor le poblaban la frente.

— Creo que debería ir al hospital – dijo con voz pesada.

Era muy raro que se encontrara mal.

Desde que empezó a trabajar en el restaurante, diez años atrás, no había faltado un solo día. Jamás había estado enfermo, nunca se había hecho daño. Ese era otro motivo de orgullo para el encargado. Pero su cara contraída por el dolor anunciaba que la cosa iba en serio.

Ella abrió un paraguas, salió a la calle principal y paró un taxi. Un camarero sostuvo al encargado hasta el taxi, lo ayudó a subir y lo llevó a un hospital cercano. Antes de montar en el taxi, el encargado le dijo a ella con voz ronca:

— A las ocho, lleva la cena a la habitación seiscientos cuatro. Sólo tienes que llamar al timbre, decir: «Aquí tiene su comida», y dejarla allí.

— La seiscientos cuatro, ¿verdad? – dijo ella.

— A las ocho en punto – insistió el encargado. Hizo otra mueca de dolor.

La portezuela del taxi se cerró y él se fue.

 

 

Tras la marcha del encargado, siguió sin amainar la lluvia y los clientes continuaron llegando sólo de cuando en cuando. Únicamente había una o dos mesas ocupadas a la vez.

Así que no representó ningún problema que el encargado y uno de los camareros se hubieran ido. Si se quiere, puede llamarse a eso buena suerte. No eran pocas las veces en que había tanto trabajo que les costaba controlar la situación aun estando todo el personal reunido.

A las ocho, cuando estuvo lista la cena del dueño, condujo el carrito hasta el ascensor, lo cargó dentro y subió al sexto piso. Un botellín de vino tinto descorchado, una cafetera llena, el plato del pollo, las verduras tibias de acompañamiento, pan y mantequilla: lo mismo de siempre. El denso olor de la carne llenó pronto el pequeño ascensor, mezclado con los efluvios de la lluvia. Al parecer, alguien había subido en el ascensor con el paraguas mojado ya que en el suelo había un pequeño charco.

Avanzó por el pasillo, se detuvo ante la puerta 604 y repitió para sí, una vez más, el número que le habían dado. El 604. Y tras un carraspeo, pulsó el timbre que había junto a la puerta.

Nadie respondió. Ella permaneció inmóvil ante la puerta unos veinte segundos. Cuando se disponía a pulsar el timbre de nuevo, la puerta se abrió hacia dentro, de repente, y apareció un anciano pequeño y delgado. Sería unos siete centímetros más bajo que ella. Llevaba traje oscuro y corbata.

La camisa era de color blanco y la corbata tenía la tonalidad de la hojarasca. Pulcro, sin una arruga, el pelo cuidadosamente alisado, parecía listo para acudir a una fiesta de noche. Las profundas arrugas que le surcaban la frente hacían pensar en escondidos valles fotografiados desde el aire.

— Aquí tiene su cena – dijo ella con voz ronca. Y volvió a carraspear ligeramente. El nerviosismo siempre le enronquecía la voz.

— ¿La cena? — Sí. El señor encargado se ha sentido indispuesto de repente y le traigo yo la cena en su lugar.

— ¡Ah, claro! – dijo el anciano, como si hablara para sí, con una mano apoyada en el pomo de la puerta – Ya veo. ¿Así que se encuentra mal?

— Sí. Le ha empezado a doler el estómago de repente. Y ha ido al hospital. Dice que posiblemente se trate de apendicitis.

— ¡Vaya! – exclamó el anciano ¡Qué mal! –

Ella carraspeó. — ¿Desea el señor que le entre la cena?

— ¡Ah, claro! – dijo el anciano -. Si tú quieres.

“¿Si yo quiero?», pensó ella. Vaya manera más extraña de hablar. ¿Qué diablos voy a querer yo? El anciano abrió la puerta de par en par y ella empujó el carrito hacia dentro. Una alfombra gris de pelo corto cubría el suelo por completo y no era preciso quitarse los zapatos al entrar. Parecía más un despacho que una vivienda y se había acondicionado la habitación como un amplio estudio.

Por la ventana se veía, tan cercana que casi parecía que pudiera tocarse, la Torre de Tokio ** completamente iluminada. Ante la ventana había un gran escritorio y, junto a éste, un pequeño tresillo. El anciano señaló una mesita que había delante del sofá.

Una mesita baja de superficie plastificada. Ella dispuso allí la cena.

La blanca servilleta de tela y los cubiertos de plata. La cafetera y la taza de café, el vino y la copa, el pan y la mantequilla, y, por fin, el plato de pollo y la guarnición de verduras.

— Vendré a recogerlo todo dentro de una hora, señor. ¿Será tan amable de sacar los platos vacíos al pasillo como de costumbre? – preguntó ella.

El anciano contempló durante unos instantes con profundo interés la comida dispuesta sobre la mesita y, después, respondió como si se acordara de repente.

— ¡Ah, claro! Los dejaré en el pasillo. En el carrito. Dentro de una hora. Si así lo quieres.

«Sí, en este momento, eso es lo que quiero», se dijo ella para sus adentros.

— ¿Desea algo más el señor?

— No, nada más – respondió el anciano tras pensárselo unos instantes.

Llevaba unos zapatos de piel de color negro, bruñidos y brillantes. Unos zapatos de pequeño tamaño, muy elegantes. “¡Qué bien vestido va!”, pensó ella. «Y tiene muy buen porte para su edad.»

— Entonces, con su permiso…

— No, espera un momento – dijo el anciano.

— Sí. ¿Qué desea?

— Oye, jovencita, ¿podrías dedicarme cinco minutos de tu tiempo? – preguntó el anciano -. Me gustaría hablar contigo.

“¿Jovencita?» Al oírlo, se ruborizó.

— Sí. Claro. No creo que haya problema. Es decir, si se trata de cinco minutos – dijo.

¡Pero si ella era una empleada suya que cobraba por horas! No se trataba de ofrecer o de quitarle el tiempo a nadie. Además, el anciano parecía una persona incapaz de hacerle daño.

— Por cierto, ¿cuántos años tienes? – preguntó el anciano, de pie al lado de la mesa, con los brazos cruzados sobre el pecho, mirándola directamente a los ojos.

— Pues ahora tengo veinte – dijo ella.

— ¿Ahora tienes veinte? – repitió el anciano. Y entrecerró los ojos como si estuviera atisbando por una rendija -. Eso de que ahora tienes veinte debe de significar que no hace mucho que los tienes, ¿verdad?

— Pues no, señor. Los acabo de cumplir. – Y, tras dudar unos instantes, añadió : – En realidad, hoy es mi cumpleaños.

— ¡Ah, claro! – dijo el anciano acariciándose la barbilla como si quisiera convencerse de algo -. ¡Ah, claro! Ya veo. Así que hoy cumples veinte años.

Ella asintió en silencio.

— Justo hace veinte años que, en un día como hoy, tú viste la luz por primera vez.

— Pues sí, en efecto.

— ¡Ya veo! ¡Ya veo! – exclamó el anciano -. ¡Qué bien! ¡Felicidades!

— Muchas gracias – dijo ella. Pensándolo bien, era la primera vez que la felicitaban aquel día. Claro que, al volver a su apartamento, tal vez encontrara un mensaje de sus padres desde Ôita en el contestador automático.

— Eso hay que celebrarlo – dijo el anciano -. Es algo magnífico. ¿Qué te parece, jovencita? ¿Brindamos con un poco de vino tinto?

— Muchas gracias. Es que estoy trabajando y…

— Por un poco de vino no pasa nada. Además, si te invito yo, nadie va a decirte nada. Sólo un sorbito, para celebrarlo.

El anciano extrajo el tapón de corcho, le sirvió a ella un poco de vino en la copa, sacó otra copa para él de un pequeño armario con puerta de cristal, una copa normal y corriente, y se la llenó de vino.

— ¡Feliz cumpleaños! – dijo el anciano -. Que tu vida sea rica y fructífera. Que ninguna sombra la empañe jamás.

Brindaron los dos.

«Que ninguna sombra la empañe jamás.» Repitió ella para sí las palabras del anciano. ¿Por qué hablaría aquel hombre de forma tan peculiar?

— Veinte años sólo se cumplen una vez en la vida. Y son algo tan valioso, jovencita, que no pueden ser reemplazados por nada.

— Sí – repuso ella. Y bebió, con cautela, un único sorbo de vino.

— Y tú, en un día tan importante como éste, me has traído la cena, Igual que un hada bondadosa.

— Yo me he limitado a hacer lo que me han dicho.

— Incluso así – dijo el anciano. – Incluso así. Hermosa jovencita.

El anciano se sentó en un sillón de piel que había delante del escritorio. Y le señaló el sofá. Ella se sentó en la punta del asiento, todavía con la copa de vino en la mano. Con las dos rodillas juntas, tiró del dobladillo de la falda. Y carraspeó. Miró cómo los gruesos goterones de lluvia trazaban líneas al otro lado del cristal. En la habitación reinaba un extraño silencio.

— Hoy cumples veinte años y, además, me has traído una magnífica comida caliente  -dijo el anciano como si quisiera confirmarlo una vez más. Y dejó la copa sobre el escritorio con un golpecito. – ¡Qué dichosa coincidencia! ¿No te parece? –

Ella asintió, no muy convencida.

— Así, pues – dijo el anciano, palpándose el nudo de la corbata de tonalidad parecida a la hojarasca -, voy a hacerte un regalo, jovencita. Un día tan especial como el del vigésimo cumpleaños requiere un recuerdo también muy especial.

Ella sacudió precipitadamente la cabeza.

— ¡Oh, no! No se moleste, se lo ruego. Yo sólo le he traído la cena porque así me lo han ordenado.

El anciano levantó ambas manos con las palmas vueltas hacia delante.

— ¡Oh, no, no! Eres tú quien no debe preocuparse. Es un regalo que no tiene forma. No tiene valor. En fin – dijo posando ambas manos sobre la mesa. Y lanzó un suspiro -. En fin, que voy a satisfacer un ruego tuyo. Mi joven y preciosa hada. Voy a hacer que se cumpla un deseo. El que tú quieras. No importa cuál. Cualquier deseo que tengas. En el caso de que tengas alguno, por supuesto.

— ¿Un deseo? – dijo ella con voz seca.

Algo que tú quieras. Lo que tú desees, jovencita. De tenerlos, te concederé uno de tus deseos. Éste es el regalo de cumpleaños que puedo hacerte. Pero se trata sólo de uno, así que tienes que pensártelo muy, muy bien – dijo el anciano alzando un dedo en el aire -. Únicamente uno. Después no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

Ella perdió el habla. ¿Un deseo? Impulsada por el viento, la lluvia azotaba a ráfagas los cristales con un sonido desigual. El silencio proseguía. Mientras, el anciano la miraba sin articular palabra. En el fondo de los oídos de ella resonaban los latidos irregulares de su corazón.

— ¿Concederme algo que yo desee? El anciano no respondió a su pregunta. Todavía con las manos unidas sobre el escritorio, se limitó a sonreír. Fue una sonrisa natural y amistosa.

— Jovencita, ¿tienes algún deseo? ¿O no? – dijo el anciano con voz serena.

 

 

Ella me mira de frente.

— Esto sucedió de veras. No me lo estoy inventando.

— No, claro que no – digo yo. Ella no es el tipo de persona que se inventa las cosas . – ¿Y qué deseo le pediste?

Ella mantiene por unos instantes la mirada fija en mí. Lanza un pequeño suspiro.

— No vayas a pensar que me creí a pies juntillas todo lo que me decía el anciano. Vamos, que yo, a los veinte años, no creía en cuentos de hadas. Claro que, aun suponiendo que se tratara de una broma que se había inventado sobre la marcha, no puede negarse que tenía su gracia. El anciano tenía mucha clase y yo decidí seguirle la corriente. Aquel día yo cumplía veinte años y no estaba nada mal que sucediera algo fuera de lo normal. No se trataba de si me lo creía o no.

Asiento en silencio

– ¿Entiendes cómo me sentía? El día de mi cumpleaños iba a acabar así, sin más. Sin que pasara nada, sin nadie que me felicitase, sirviendo tortellini con salsa de anchoas. ¡Y yo cumplía veinte años!

Asiento de nuevo. –Te comprendo – digo.

— Así que formulé un deseo, tal como me decía – me cuenta ella.

 

 

El anciano permaneció unos instantes mirándola fijamente, sin decir palabra. Seguía con las manos posadas sobre el escritorio. Encima se amontonaban gruesas carpetas similares a libros de cuentas. También había utensilios para escribir, un calendario y una lámpara con la pantalla de color verde. Aquel par de manitas parecía formar parte del mobiliario. La lluvia seguía azotando los cristales de la ventana y, más allá, se veían borrosas las luces de la Torre de Tokio.

Las arrugas del anciano se hicieron un poco más profundas.

— ¿O sea que éste es tu deseo?

— Sí

— Es un deseo muy raro para una chica de tu edad – dijo el anciano -.

Lo cierto es que me esperaba otro tipo de cosa.

— Si no puede ser, pediré algo distinto – dijo ella. Y carraspeó otra vez -. No importa. Pensaré en otra cosa.

— ¡Oh, no, no! – dijo el anciano levantando ambas manos y agitándolas en el aire como si fueran una bandera. – No hay ningún problema. En absoluto. Sólo que me has pillado por sorpresa, jovencita. ¿Seguro que no deseas nada distinto? Como, por ejemplo, ser más hermosa, o más inteligente, o rica? No te importa no pedir una cosa de esas? ¿Uno de los deseos que pediría cualquier chica de tu edad?

Me tomé mi tiempo para escoger las palabras adecuadas. Mientras tanto, el anciano aguardaba paciente y sin decir nada. Con las dos manos apaciblemente posadas sobre el escritorio.

— Claro que me gustaría ser más guapa, y más inteligente, y rica. Pero si estos deseos se realizaran, no puedo ni imaginar qué sería de mí. Tal vez se me escapara todo de las manos. Yo aún no sé muy bien de qué va la vida. En serio. No sé cómo funciona.

— ¡Ah, claro! – dijo el anciano entrecruzando los dedos y descruzándolos a continuación. – ¡Ah, claro!

— ¿Mi deseo es posible?

— Por supuesto – dijo el anciano. – Por supuesto. Por mi parte, no hay ningún problema.

De repente, el anciano clavó la vista en un punto del espacio. Las arrugas de la frente cobraron todavía mayor profundidad. Como si los pliegues del cerebro estuviesen concentrados en una idea. Parecía estar mirando algo – una diminuta pluma invisible a nuestros ojos, por ejemplo – que flotara en el aire. Luego extendió ambos brazos, se alzó un poco del asiento y entrechocó las palmas de las manos con energía. Sonó un chasquido seco.

Después se sentó. Se palpó suavemente las arrugas de la frente con las yemas de los dedos y esbozó una plácida sonrisa.

— ¡Ya está! Tu deseo se ha cumplido.

— ¿Ya se ha cumplido?

— Sí, ya se ha cumplido. Ha sido una tarea fácil – dijo el anciano- – Feliz cumpleaños, hermosa jovencita. Sacaré el carrito al pasillo, así que no te preocupes. Puedes volver a tu trabajo.

Montó en el ascensor y regresó al restaurante. Puede que se debiera a que iba con las manos vacías, pero sentía el cuerpo extrañamente liviano, tenía la impresión de estar andando sobre una materia blanda de naturaleza desconocida.

— ¿Te ha ocurrido algo? Parece que estés en la luna – le preguntó el camarero joven.

Ella sacudió la cabeza con una vaga sonrisa.

— ¿Ah, sí? Pues no me ha pasado nada.

— Oye, ¿y cómo es el dueño?

— Pues, no sé. Apenas lo he visto – respondió ella con indiferencia.

 

 

Una hora y media más tarde fue a recoger los cacharros. Estaban sobre el carrito, en el pasillo. Levantó la tapa y vio que, de la comida, no quedaba ni una miga y que la botella de vino y la cafetera también estaban vacías. La puerta de la habitación 604 estaba cerrada sin señal alguna. Ella permaneció unos instantes mirándola en silencio. Le daba la impresión de que iba a abrirse de un momento a otro.

Pero no sucedió. Bajó el carrito en el ascensor y lo llevó al fregadero.

El cocinero miró los platos, vacíos como de costumbre, y asintió de forma inexpresiva.

 

 

— No volví a ver al dueño jamás – dice ella -. Lo del encargado fue sólo un dolor de barriga y, al día siguiente, fue él quien le llevó la comida al dueño; además, al empezar el año yo dejé el trabajo. Y luego no volví nunca al restaurante. No sé por qué, pero me daba la sensación de que era mejor mantenerme alejada. No sé, tenía una especie de presentimiento.

Ella jugueteaba con el posavasos mientras pensaba en algo.

— A veces, me parece que todo lo que ocurrió la noche del día de mi vigésimo cumpleaños fue sólo una ilusión. Que, sea por lo que sea, acabó convenciéndome de que ocurrió algo que en realidad no ocurrió. Que únicamente se trata de eso. Pero ¿sabes? Aquello sucedió, sin ningún género de dudas. Aún hoy puedo recordar al detalle, con toda claridad, cada uno de los muebles y objetos que había en la habitación 604. Aquello ocurrió de verdad y, posiblemente, tuvo un gran significado para mí.

 

 

Durante unos instantes, los dos permanecemos en silencio, tomando nuestras respectivas bebidas y pensando, tal vez, en cosas diferentes.

— ¿Puedo hacerte una pregunta? – le digo. – Aunque, hablando con propiedad, son dos.

— Sí – dice ella. – Pero me imagino que lo que quieres saber no es otra cosa que cuál fue mi deseo, ¿me equivoco?

— No parece que quieras decírmelo.

— ¿Eso parece?

Asiento.

Ella deja el posavasos y entrecierra los ojos como si estuviera mirando algo en la distancia.

— Los deseos no deben contarse a nadie.

— Ni yo pretendo sonsacártelo – digo. – Lo que me gustaría saber es si tu deseo se ha cumplido. Y si tú te has arrepentido alguna vez de haber elegido el deseo que elegiste, fuera el que fuese. Es decir, si alguna vez has pensado: “¡Ojalá hubiera pedido otra cosa!”.

— La respuesta a la primera pregunta es sí y no. Mi vida todavía sigue y no sé qué va a sucederme en el futuro.

— ¿O sea que es un deseo que tarda tiempo en realizarse?

— Sí -dice ella. – El tiempo desempeña aquí un papel importante.

— ¿Como en la elaboración de algunas comidas? Ella asiente.

Reflexiono un poco al respecto. Pero la única imagen que acude a mi cabeza es la de una gigantesca tarta cociéndose en un horno a baja temperatura.

— ¿Y la segunda pregunta? – quiero saber.

— ¿Cuál era la segunda pregunta?

— Si te has arrepentido alguna vez de tu elección.

Hay un breve silencio. Ella me mira con ojos faltos de profundidad. En sus labios aflora la sombra marchita de una sonrisa. A mí me recuerda a una renuncia silenciosa y triste.

— Yo ahora estoy casada con un miembro de la Contaduría del Estado tres años mayor que yo y tengo dos hijos – me cuenta. – Un niño y una niña. Y un setter irlandés. Y monto en mi Audi para ir dos veces por semana a jugar al tenis con mis amigas. Esta es mi vida ahora.

— Pues no parece tan mala, la verdad – digo.

— ¿Aunque el parachoques tenga dos abolladuras?

— ¡Pero si los parachoques están para ser abollados!

–Eso tendría que ir en una pegatina – dice ella. – Los parachoques están para ser abollados.

Le miro los labios.

— Lo que quiero decir – prosigue ella en voz baja. Se rasca el lóbulo de la oreja. Un lóbulo muy bien formado – es que una persona, desee lo que desee, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma. Sólo eso.

— Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma».

Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.

Ella hinca un codo en la barra y me mira.

— Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido?

— ¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños?

— Sí – dice.

Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.

— Pues no se me ocurre nada – le digo con franqueza. – Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.

— ¿Nada? ¿En serio?

Asiento.

— ¿Ni uno?

— Ni uno – digo yo.

Ella vuelve a mirarme a los ojos. Una mirada muy franca y directa.

— Seguro que ya lo habrás pedido – me dice.

 

 

— Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. – En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire. – Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

 

 

 

* Elegante barrio de Tokio famoso por sus restaurantes, bares y discotecas.

** Torre de acero de 333 metros de altura. Desde 1958 es la estructura metálica más alta del mundo (la Torre Eiffel de París tiene 320 metros). 

Por decirlo de la forma más sencilla posible, para mí escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesora. El follaje verde de los árboles proyecta una sombra agradable sobre la tierra, y el viento hace crujir las hojas, que a veces están teñidas de oro brillante. Mientras tanto, en el jardín aparecen yemas en las flores y los pétalos de colores atraen a las abejas y a las mariposas, y ello nos recuerda la sutil transición de una estación a la siguiente.

 

 

Desde el comienzo de mi carrera de escritor de obras de ficción en 1979 he alternado con bastante constancia entre escribir novelas y escribir cuentos. Mi pauta ha sido ésta: una vez termino una novela, siento el deseo de escribir algunos cuentos; una vez he hecho un grupo de cuentos, entonces me entran ganas de concentrarme en una novela. Nunca escribo cuentos mientras estoy escribiendo una novela, y nunca escribo una novela mientras estoy trabajando en unos cuentos.

Bien puede ser que los dos tipos de género hagan funcionar partes distintas del cerebro y se necesite cierto tiempo para pasar de uno a otro.

 

 

En 1973 empecé mi carrera literaria con dos novelas cortas, Oíd cantar el viento  y Billar eléctrico; y fue después, de 1980 a 1981, cuando comencé a escribir cuentos. Los tres primeros fueron Un barco lento a China,  La tía pobre y  La tragedia de la mina de carbón de Nueva York. En aquel tiempo, poca idea tenía yo de cómo escribir cuentos, así que me resultó difícil, pero la verdad es que encontré la experiencia realmente memorable. Sentí que las posibilidades de mi mundo ficticio aumentaban en varios niveles. Y, al parecer, los lectores apreciaron esta otra vertiente mía como escritor. Un barco lento a China, se incluyó en mi primera colección de cuentos, El elefante desaparece, y los otros dos se encuentran en la presente colección. Ese fue mi punto de partida como autor de cuentos y también el momento en el que creé mi sistema de alternar novelas y cuentos.

 

 

El espejo, Un día perfecto para los canguros, Somorgujo, El año de los espaguetis  y Conitos formaron parte de una colección de «relatos breves» que escribí de 1981 a 1982.

Conitos, como pueden ver fácilmente los lectores, revela en forma de fábula mis impresiones del mundo literario cuando me publicaron por primera vez.

En aquel momento no pude integrarme bien en el establishment literario japonés y esta situación persiste hoy día.

 

 

Uno de los placeres de escribir cuentos es que no se tarda tanto tiempo en terminarlos. Generalmente me lleva alrededor de una semana dar a un cuento una forma presentable (aunque las correcciones pueden ser interminables). No es como la total entrega física y mental que se requiere durante el año o los dos años que tardas en redactar una novela. Entras en una habitación, terminas tu trabajo y sales. Eso es todo. Para mí, al menos, escribir una novela puede parecer una tarea que nunca acaba y a veces me pregunto si voy a salir vivo del empeño. Así que encuentro que escribir cuentos es un cambio de ritmo necesario.

 

 

Otra cosa agradable de escribir cuentos es que puedes crear un argumento a partir de los detalles más nimios…, una idea que brota en tu mente, una palabra, una imagen, cualquier cosa. En la mayoría de los casos es como la improvisación en el jazz, y el argumento me lleva a donde a éste le plazca. Y otra cosa buena es que en el caso de los cuentos no tienes que preocuparte por el fracaso. Si la idea no sale como esperabas, te encoges de hombros y te dices que no todas pueden salir bien. Incluso en el caso de maestros del género como F. Scott Fitzgerald y Raymond Carver -hasta en el caso de Antón Chéjov- no todos los cuentos son obras maestras. Para mí esto es un gran consuelo. Puedes aprender de tus errores (dicho de otro modo, aquellos a los que no puedes llamar éxitos totales) y usarlos en el siguiente cuento que escribas. En mi caso, cuando escribo novelas me esfuerzo mucho por aprender de los éxitos y los fracasos que experimento cuando escribo cuentos. En ese sentido, para mí el cuento es una especie de laboratorio experimental como novelista. Es difícil hacer experimentos como a mí me gusta dentro del marco de una novela, de modo que sé que, sin cuentos, la tarea de escribir novelas resultaría aún más difícil y exigente.

 

 

Me considero esencialmente novelista, pero muchas personas me dicen que prefieren mis cuentos a mis novelas.

Eso no me preocupa y no intento convencerlas de lo contrario. De hecho, me gusta que me lo digan. Mis cuentos son como sombras delicadas que he puesto en el mundo, huellas borrosas que han dejado mis pies. Recuerdo con exactitud dónde puse cada uno de ellos y cómo me sentí en aquel momento. Los cuentos son como postes que indican el camino para llegar a mi corazón, y me siento feliz, como escritor, de poder compartir estos sentimientos íntimos con mis lectores.

 

 

El elefante desaparece se publicó en 1991 y se tradujo luego a muchos otros idiomas. La colección Después del terremoto apareció el año 2000 en Japón. Este libro contenía seis cuentos relacionados de una u otra forma con el terremoto de 1995 en Kobe. Lo escribí con la esperanza de que los seis cuentos formasen una imagen unificada en la mente del lector, así que tenía más de colección monográfica que de colección de relatos cortos. En ese sentido, Sauce ciego, mujer dormida, es la primera colección auténtica de cuentos que he sacado desde hace mucho tiempo.

Este libro, como es natural, contiene algunos cuentos que escribí después de que se publicara El elefante desaparece. La chica del cumpleaños, Los gatos antropófagos, El séptimo hombre y El hombre de hielo son algunos de ellos. Escribí La chica del cumpleaños a petición del editor cuando me hallaba trabajando en una antología de historias sobre cumpleaños escritas por otros autores.

 

 

Seleccionar cuentos para una antología es una tarea relativamente fácil para el escritor, si te falta uno, puedes escribirlo tú mismo. El hombre de hielo, por cierto, se basa en un sueño que tuvo mi esposa, a la vez que El séptimo hombre tiene su origen en una idea que se me ocurrió cuando era aficionado al surfing y estaba contemplando las olas.

 

 

A decir verdad, con todo, desde comienzos de 1990 hasta comienzos de 2000 escribí muy pocos cuentos. No porque hubiera perdido el interés por ellos, sino porque estuve tan ocupado escribiendo varias novelas que no tenía tiempo. No tenía tiempo para cambiar de género. Es cierto que escribía algún cuento de vez en cuando si no había más remedio, pero nunca me concentré en ellos. En lugar de eso escribía novelas: Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; Al sur de la frontera, al oeste del sol; Sputnik, mi amor; Kafka en la orilla. Y entremedio escribí obras que no eran de ficción, las dos que componen la versión inglesa de Bajo tierra. Cada una de ellas me exigió muchísimo tiempo y energía. Supongo que en aquel entonces mi principal campo de batalla era éste: escribir una novela tras otra. Quizás era simplemente una etapa de mi vida para hacer aquello.

Mientras, igual que un intermezzo, publiqué la colección Después del terremoto, pero, como ya he dicho, en realidad no fue una colección de cuentos.

En 2005, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo sentí un fuerte deseo de escribir una serie de cuentos. Un poderoso impulso se adueñó de mí, podríamos decir. Así que me senté ante mi escritorio, escribí a razón de un cuento por semana, aproximadamente, y terminé cinco en no mucho más de un mes. Francamente, no podía pensar en nada más que en esos cuentos y los escribí casi sin parar. Estos cinco cuentos se publicaron hace poco en Japón en un volumen titulado Cuentos extraños de Tokio y aparecen reunidos al final de Sauce ciego, mujer dormida.

Como indica el título, todos comparten el hecho de ser extraños, y en Japón salieron en un solo volumen. A pesar de tener un tema en común, cada cuento puede leerse con independencia de los otros y no forman una sola unidad definida claramente como los cuentos de Después del terremoto. Pensándolo bien, sin embargo, todo lo que escribo es, más o menos, un cuento extraño.

 

 

Cangrejo, La tía pobre, El cuchillo de caza y Sauce ciego, mujer dormida se han revisado en gran medida antes de traducirlos, por lo que las versiones que aparecen ahora son muy diferentes de las primeras que se publicaron en Japón. También en varios de los cuentos anteriores encontré detalles que no acababan de gustarme e hice algunos cambios de poca importancia.

Asimismo debería mencionar que muchas veces he reescrito cuentos y los he incorporado a novelas; la presente colección contiene varios de estos cuentos. El pájaro que da cuerda al mundo y Las mujeres del martes (incluidos en El elefante desaparece) se convirtieron en el modelo del principio de la novela Crónica del pájaro que da cuerda al mundo y, de modo parecido, tanto La luciérnaga como Los gatos antropófagos se incorporaron, con algunos cambios, a las novelas Tokio blues. Norwegian Wood y Sputnik, mi amor, respectivamente. Hubo un periodo en el que narraciones que había escrito como cuentos continuaron creciendo en mi mente, después de publicarlos, y se transformaron en novelas. Un cuento que había escrito mucho tiempo antes irrumpía en mi casa en plena noche, me zarandeaba hasta despertarme y gritaba: “¡Eh, que éste no es momento de dormir! ¡No puedes olvidarte de mí, todavía quedan cosas por escribir!”.

 

 

Impulsado por esa voz, me encontraba escribiendo una novela. También en este sentido mis cuentos y novelas se conectan dentro de mí de una manera orgánica, muy natural.

 

 

Fragmentos extraídos de Sauce ciego, mujer dormida.

¡Hay gentes tan desgraciadas que ni siquiera
tienen cuerpo; cuantitativo el pelo,
baja, en pulgadas, la genial pesadumbre;
el modo, arriba;
no me busques, la muela del olvido,
parecen salir del aire, sumar suspiros mentalmente, oír
claros azotes en sus paladares!

 

Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen
y suben por su muerte de hora en hora
y caen, a lo largo de su alfabeto gélido, hasta el suelo.

 

 

¡Ay de tanto! ¡ay de tan poco! ¡ay de ellas!
¡Ay en mi cuarto, oyéndolas con lentes!
¡Ay en mi tórax, cuando compran trajes!
¡Ay de mi mugre blanca, en su hez mancomunada!

 

 

¡Amadas sean las orejas sánchez,
amadas las personas que se sientan,
amado el desconocido y su señora,
el prójimo con mangas, cuello y ojos!

 

 

¡Amado sea aquel que tiene chinches,
el que lleva zapato roto bajo la lluvia,
el que vela el cadáver de un pan con dos cerillas,
el que se coge un dedo en una puerta,
el que no tiene cumpleaños,
el que perdió su sombra en un incendio,
el animal, el que parece un loro,
el que parece un hombre, el pobre rico,
el puro miserable, el pobre pobre!

 

 

¡Amado sea
el que tiene hambre o sed, pero no tiene
hambre con qué saciar toda su sed,
ni sed con qué saciar todas sus hambres!

 

 

¡Amado sea el que trabaja al día, al mes, a la hora, …
el que suda de pena o de vergüenza,
aquel que va, por orden de sus manos, al cinema,
el que paga con lo que le falta,
el que duerme de espaldas,
el que ya no recuerda su niñez;
amado sea el calvo sin sombrero,
el justo sin espinas,
el ladrón sin rosas, rosas,
el que lleva reloj y ha visto a Dios,
el que tiene un honor y no fallece!

 

 

¡Amado sea el niño, que cae y aún llora
y el hombre que ha caído y ya no llora!

 

 

¡Ay de tanto! ¡Ay de tan poco! ¡Ay de ellos!

El Príncipe Constante:

 

 

 

 

Akropolis:

 

 

 

 

Y aquí el texto:

 

 

Trabajar Con Grotowski Sobre Las Acciones Fisicas

«Cuando pienso en Ryszard Cieslak, pienso en un actor creativo. A mí me parece que realmente era la encarnación de un actor que actúa de la misma manera que un poeta escribe, o que Van Gogh pintaba. No se puede decir que fuera alguien que interpretara papeles impuestos, personajes estructurados, al menos desde el punto de vista literario, porque incluso si seguía el rigor del texto escrito, creaba una calidad completamente nueva».

Grotowski sobre Cieslak

El actor es un hombre que trabaja ofreciendo su cuerpo  públicamente.

 

Si lo hace sólo por dinero o para obtener el favor de su público su oficio se acerca a la prostitución.

 
La diferencia entre el actor cortesano y el actor santo es la misma que existe entre la habilidad de una cortesana y la actitud de dar y recibir que surge del verdadero amor. (1)

 

 

 

 

 

El actor no actúa, no finge, ni imita. Debe ser él mismo en un acto público de confesión. La representación debe servir a la manifestación de lo que cada actor es en su interior. Por eso cuando Ryszard Cieslak -quizás el único actor que cumplió acabadamente con el modelo grotowskiano- dice: «Te mostraré mi hombre», Grotowski le responde: «Muéstrame tu hombre y te mostraré tu Dios»; con esto quieren expresar que el actor dentro de la obra, del espectáculo, ofrecerá su confesión, su cuerpo y alma desnudos, su yo intelectual y biológico. Mostrará todo aquello que la cultura y la vida cotidiana le impiden mostrar.

 

 

En términos religiosos, la representación es (su) vía de expiación personal; en términos artísticos, es una situación llevada al límite mediante la voz y el cuerpo; en términos psicológicos, significa el logro de la auto realización; en términos dramáticos es una catarsis tanto para el auditorio como para el actor. (2)

 

 

 

 

 

El arte de la actuación consiste en desnudarse, liberarse de máscaras, exteriorizarse. No con la finalidad de exhibirse, sino para auto-penetrarse y de este modo auto-revelarse. La actuación no es sólo un acto de amor, sino también un acto de conocimiento. Esto no significa un abandono del artificio, en el sentido del personaje y la construcción de la ficción; por el contrario, son estos «artificios» los que paradójicamente le permiten al actor desnudarse y mostrarse en su verdad interior.

 

 

Creemos que un proceso personal que no se apoya ni se expresa en una articulación formal y una estructura disciplinada del papel no constituye una liberación y puede caer en lo amorfo. (3)

 

 

 

 

 

 

 

Por lo que no existe contradicción entre artificio y revelación personal, sino por el contrario vehiculización de la segunda a través del primero. El personaje se constituye en un trampolín, un instrumento que permite estudiar lo escondido en el interior del ser humano actor.

 

 

Hemos encontrado que la composición artificial no sólo no limita lo espiritual sino que conduce a ello. (4)

 

 

 

 

 

 

 

Es importante destacar que este modelo no apunta a una conducta «natural» del actor, en el sentido del naturalismo. El comportamiento «natural» oscurece la verdad, es la ficción la que permite mostrar lo que ese comportamiento oculta y enmascara.

 

 

En momentos de choque psíquico, de terror, de peligro mortal o de gozo enorme, un hombre no se comporta naturalmente; un hombre que se encuentra en un estado elevado de espíritu utiliza signos rítmicamente articulados, empieza a bailar, a cantar. Un signo, no un gesto común, es el elemento esencial de expresión para nosotros. (5)

 

 

 

 

 

Grotowski compara a la elaboración de la artificialidad con el trabajo del escultor, en el sentido de que las formas buscadas -imágenes, gestos- ya existen en el organismo psicofísico del actor. Este, al igual que el escultor, no construye, sino que elimina para que aparezca la forma escondida. Es por eso que la técnica actoral estará orientada a «limpiar» el camino de todo obstáculo que impida la revelación de esa forma oculta.

 

 

 

 

 

La representación se constituye como un acto de transgresión del yo del actor, una ruptura definitiva con las máscaras de lo cotidiano y un encuentro del mismo con su yo verdadero. Deberá sacrificar lo más íntimo de su ser, exhibir ante los ojos del mundo aquello que no debe ser exhibido. El espectador sentirá entonces que este acto de entrega es una invitación que se le dirige para que haga lo mismo, para que devele él también su verdad íntima.

 

 

(1) GROTOWSKI, Jerzy; Hacia un teatro pobre, Bs As, Siglo XXI Editores, 1981, pag.29.
(2) CROYDEN, Margaret; Lunáticos, amantes y poetas. El teatro experimental contemporáneo, Bs As, Las Paralelas, 1977, pag.193.
(3) GROTOWSKI, Jerzy; Op. Cit:8, pag.11.
(4) Ibid, pag.11.
(5) GROTOWSKI, Jerzy; Hacia un teatro pobre, Bs As, Siglo XXI Editores, 1981, pag.12.

NOTA: Una versión de este texto (basado sobre la conferencia de Grotowski) ha sido publicada en mayo de 1987 por ART-PRESS en París, con la siguiente nota de Georges Banu:

 

«No es ni una grabación, ni un resumen lo que propongo aquí, sino unos apuntes tomados con cuidado, lo más próximo posible a las formulaciones de Grotowski. Seria necesario leerlos como indicaciones de trayecto y no como los términos de un programa, ni como un documento terminado, escrito, cerrado. Los ecos de la voz del ermitaño pueden llegar hasta nosotros aunque sus actos permanezcan secretos».

 

Los subtítulos de los parágrafos (excepto el último: «hombre interior») son de la redacción de ART-PRESSE. Este texto ha sido elaborado y ampliado por Grotowski.

 

Grotowski habla aquí de su más alto designio. ldentificar «el Performer’ con los participantes del WORKCENTER OF JERZY GROTOWSKI sería un abuso. Se trata más bien de la cumbre, del caso de aprendizaje que, en toda la actividad del «teacher of Performer», no se presenta mas que raras veces.

 

«El Performer, con mayúscula, es el hombre de acción.

 

No es el hombre que hace la parte de ótro.

 

Es el danzante, el sacerdote, el guerrero: está fuera de los géneros estéticos.

 

El ritual es performance, una acción cumplida, un acto.

 

El ritual degenerado es espectáculo.

 

No quiero descubrir algo nuevo, sino algo olvidado. Algo tan viejo que todas las distinciones entre géneros estéticos ya no son válidas.

 
Yo soy maestro (teacher of) de Performer. Hablo en singular.

 

El maestro es alguien a través del cual pasa la enseñanza; la enseñanza debe ser recibida, pero la manera para el aprendiz de redescubrirla, de acordarse, es personal.

 

¿Cómo es que el maestror conoció la enseñanza?

 

Por la iniciación, o por el hurto.

 

El Performer es un estado del ser.

 

Al hombre de conocimiento se le puede pensar en relación a Castaneda, si se ama su color romántico. Yo prefiero pensar en Pierre de Combas. 0 hasta en Don Juan descrito por Nietzsche: un rebelde que debe conquistar el conocimiento; que aún si no es maldecido por los otros, se siente diferente, como un extraño (outsider).

 

En la tradición hindú se habla de los vratias (las hordas rebeldes). Un vratia es alguien que está sobre el camino para conquistar el conocimiento. El hombre de conocimiento dispone del doing, del hacer y no de ideas o de teorías.

 

¿Qué hace por el aprendiz el verdadero maestro? El dice: haz esto. El aprendiz lucha por comprender, por reducir lo desconocido a conocido, por evitar hacerlo. Por el mismo hecho de querer comprender opone resistencia. Puede comprender sólo si hace.

 

Hace o no hace. El conocimiento es un problema de hacer.

 

 

EL PELIGRO Y LA SUERTE

 
Si utilizo el término de guerrero, se piensa de nuevo en Castaneda, pero todas las Escrituras también hablan del guerrero. Se le encuentra tanto en la tradición hindú como africana. Es alguien que es consciente de su propia mortalidad. Si hay que afrontar los cadáveres, los afronta, pero si no hay que matar, no mata.

 

Entre los indios del Nuevo Mundo se dice del guerrero que entre dos batallas tiene el corazón tierno, como una joven doncella. Para conquistar el conocimiento lucha, porque la pulsación de la vida se vuelve más fuerte, más articulada en los momentos de gran intensidad, de gran peligro. El peligro y la suerte van juntos. No hay gran clase sino con respecto a un gran peligro.

 

En el momento del desaffo aparece la ritmatización de las pulsaciones humanas. El ritual es un momento de gran intensidad. Intensidad provocada. La vida se vuelve entonces rítmica.

 

El Performer sabe ligar el impulso corpóreo a la sonoridad (el flujo de la vida debe articularse en formas). Los testigos entran entonces en estados intensos porque, dicen, han sentido una presencia. Y esto, gracias al Performer que es un puente entre el testigo y algo.

 

En este sentido, el Performer es pontifex, hacedor de puentes.

 
La esencia: etimológicamente se trata del ser, de la seridad. La esencia me interesa porque no tiene nada de sociológico. Es eso que no es recibido de los otros, aquello que no viene del exterior, que no es aprendido. Por ejemplo, la conciencia (en el sentido de «conciencia moral») es algo que pertenece a la esencia, y que es del todo diferente del código moral que pertenece a la sociedad. Si infringes el código moral, te sientes culpable, y es la sociedad la que habla en ti. Pero si haces un acto contra la conciencia, sientes remordimientos -esto es entre tú y tú mismo, y no entre tú y la sociedad. Porque casi todo aquello que poseemos es sociológico, la escencia parece poca cosa, pero es tuya.

 

En los años cincuenta, en Sudán, había jóvenes guerreros en los pueblos Kau. En el guerrero en organicidad plena, el cuerpo y la esencia pueden entrar en ósmosis y parece imposible disociarlos. Pero esto no es un estado permanente, dura sólo un breve período. Es, según la expresi6n de Zeami, la flor de la juventud.

 

En cambio, con la edad, se puede pasar del cuerpo-y-esencia al cuerpo de la esencia. Esto resulta de una diffcil evolución, evolución personal que, de cualquier modo, es la tarea de cada uno.

 

La pregunta clave es: ¿Cuál es tu proceso?

 

¿Eres fiel o luchas contra tu proceso?

 

El proceso es como el destino de cada uno, el destino propio que se desarrolla (o: que simplemente se desenvuelve) en el tiempo.

 

Entonces: ¿Cuál es la cualidad de tu sumisión a tu propio destino?

 

Se puede captar el proceso, si lo que se hace está en relación con nosotros mismos, si no se odia lo que se hace.

 

El proceso está ligado a la esencia y, virtualmente, conduce al cuerpo de la escencia Cuando el guerrero está en el breve tiempo de la ósmosis, cuerpo-y-esencia debe captar su proceso.

 

Cuando nos adaptamos al proceso, el cuerpo resulta no-resistente, casi transparente.

 

Todo es ligero, todo es evidente.

 

En el Performer el performing puede resultar muy próximo al proceso.

 

 

EL YO-YO

 
Se puede leer en los textos antiguos: Nosotros somos dos.

 

El pájaro que picotea y el pájaro que mira.

 

Uno morirá, uno vivirá.

 

Embriagados de estar en el tiempo, preocupados de picotear, nos olvidamos de hacer vivir la parte de nosotros mismos que mira.

 

Hay entonces el peligro de existir sólo en el tiempo y en ningún modo fuera del tiempo. Sentirse mirado por la otra parte de sí mismo, aquélla que está como fuera del tiempo, otorga la otra dimensión.

 

Existe un Yo-Yo.

 
El segundo Yo es casi virtual; no está en nosotros la mirada de los otros, ni el juicio, es como una mirada inmóvil: presencia silenciosa, como el sol que ilumina las cosas y basta. El proceso de cada uno puede cumplirse sólo en el contexto de esta inmóvil presencia. Yo-Yo: en la experiencia la pareja no aparece como separada, sino como plena, única.

 
En el camino del Performer, se percibe la esencia durante su ósmosis con el cuerpo; entonces se trabaja el proceso desarrollando el Yo-Yo.

 

La mirada del maestro puede a veces funcionar como el espejo de la conexión Yo-Yo (esta conexión no estando aún trazada). Cuando el enlace Yo-Yo es trazado, el maestro puede desaparecer y el Performer continuar hacia el cuerpo de la esencia. El que se puede reconocer en la foto de Gurdjieff viejo sentado sobre una banqueta en París. De la imagen del joven guerrero de Kau a aquélla de Gurdjieff está el camino del cuerpo-y-esencia al cuerpo de la esencia.

 
El Yo-Yo no quiere decir estar cortado en dos sino ser doble. Se trata de ser pasivo en la acción y activo en la mirada (al contrario de lo habitual). Pasivo quiere decir ser receptivo. Activo estar presente.

 

Para nutrir la vida del Yo-Yo, el Performer debe desarrollar no un organismo masa, organismo de músculos, atlético, sino un organismo-canal a través del cual las fuerzas circulan.

 
El Performer debe trabajar en una estructura precisa. Haciendo esfuerzos, porque la persistencia y el respeto de los detalles, son el rigor que permite hacer presente el Yo-Yo.

 

Las cosas por hacer deben ser exactas.

 

Don’t improvise, please!

 

Hay que encontrar acciones simples; pero teniendo cuidado que sean dominadas y que esto dure. De otra manera no se trata de lo simple, sino de lo banal.

 

 

ESO QUE RECUERDO

 
Uno de los accesos a la vía creativa consiste en descubrir en si mismo una corporeidad antigua a la cual se está unido por una relación ancestral fuerte. Entonces uno no se encuentra ni en el personaje ni en el no-personaje. A partir de los detalles, se puede descubrir en si a otro -al abuelo, la madre. Una foto, el récuerdo de las arrugas, el eco lejano de un color de la voz permite re-construir una corporeidad. Al comienzo, una corporeidad de alguien conocido, y después más y más lejos, la corporeidad del desconocido, del ancestro. ¿Es verídica o no? Tal vez no es como ha sido, sino como hubiese podido ser. Puedes llegar a un pasado muy lejano como si la memoria se despertase. Es un fenómeno de reminiscencia, como si uno recordase al Performer del ritual primario. Cada vez que descubro algo tengo la sensación que es eso que recuerdo. Los descubrimientos están de nosotros y es necesario hacer atrás para llegar hasta ellos.

 
¿Con la irrupción -como en el regreso de un exilado- se puede tocar algo que ya no está ligado a los orígenes pero-si oso decirlo- al origen? Creo que sí. ¿Está la esencia tras la memoria? No sé nada. Cuando trabajo muy cerca de la esencia, tengo la impresión de actualizar la memoria. Cuando la esencia está activada, es como si fuertes potencialidades se activasen. La reminiscencia es tal vez una de estas potencialidades.

 

 

HOMBRE INTERIOR

 
Cito: Entre el hombre interior y el hombre exterior existe la misma diferencia infinita que entre cielo y tierra.

 
Cuando me tenía en mi causa primera, no tuve Dios, era mi propia causa.

 

Allí nadie me preguntaba hacia dónde tendía ni qué era lo que hacíá; no había nadie para interrogarme.

 

Eso que quería, lo era y eso que era lo quería; era libre de Dios y de todas las cosas.

 
Cuando me salí (me fluí) todas las criaturas hablaron de Dios.

 

Si se me preguntaba: -Hermano Eckhart, ¿cuándo saliste de casa?

 

Estaba allí tan sólo hace un instante. Era yo mismo, me quería a mí mismo y me conocía a mí mismo, para hacer al hombre (que aqui abajo soy).

 

Por esto soy no-nato, y según mi modo de no-nato no puedo morir.

 

Eso que soy según mi nacimiento morirá y desaparecerá, porque eso es devuelto al tiempo y podrirá con el tiempo.

 

Pero en mi nacimiento nacieron también todas las criaturas. Todas prueban la necesidad de elevarse de su vida a su esencia.

 

 

Cuando regreso, esta irrupción es más noble que mi salida.

 

En la irrupción -allí estoy por encima de todas las criaturas, ni Dios, ni criatura; pero soy eso que era, eso que debo permanecer ahora y por siempre.

 

Cuando llego allí, nadie me pregunta de dónde vengo, ni dónde he estado. Allí soy eso que era, no crezco ni disminuyo, porque allí soy una causa inmóvil, que hace mover todas las cosas.»

 

 

 

Texto original en francés; traducción al español a cargo de Farahilda Sevilla y Fernando Montes.

Grotowski  funda en 1959 con Ludwik Flaszen, el Teatro-Laboratorio «13 Rzadów» en Opole. Antes de trasladar este teatro a Wroclaw, Polonia en 1965, hizo varios viajes a China para estudiar el mecanismo interpretativo de los actores de la Ópera de Pekín. La indagación teatral de Grotowski abarcaba también la acción física de los actores postulada por Stanislavski y Meyerhold, y las tradiciones expresivas del kathakali hindú y el no japonés.

 

Realizó, entre otros, montajes como de Avi y Dziady, de Mickiewicz; Kordian, de Slowacki; Sakuntala o el anillo de los dioses, de Kalidasa; Akropolis, de Wyspiansky; Doctor Faustus, de Marlowe; Hamlet, de Shakespeare; El príncipe constante, de Calderón; y Apocalypsis cum figuris, una concepción exclusivamente plástica apoyada en textos evangélicos.

 

 

“La importancia de los reformadores reside en el hecho de insuflar nuevos valores en la cáscara vacía del teatro. Estos valores tienen sus raíces en la transición: rechazan los de su propio tiempo y no se dejan poseer por los de generaciones futuras” (1)

 

 

Con estas frases describe Eugenio Barba la característica más importante que a su juicio poseen todos aquellos creadores cuyos espectáculos y teorías:“sacudieron los modos de ver y hacer teatro y han obligado a reflexionar sobre presente y pasado con una conciencia totalmente distinta”(2); son los que él llama creadores de un teatro de la transición: Stanislavski y Meyerhold, Craig, Copeau, Artaud, Brecht y Grotowski. “De sus escuelas – destaca Barba – tan sólo se puede aprender a ser hombres y mujeres que inventan el valor personal de su propio teatro” y continúa: “Al comienzo Grotowski y sus actores eran parte del sistema y de las categorías profesionales habituales de su tiempo. Luego, lentamente, comenzó la gestación de significados nuevos a través de procedimientos técnicos.” (3)

 

 

Durante tres años Eugenio Barba fue testigo de la realización de lo que denomina “aventura histórica” de Jerzy Grotowski y sus actores en Opole, Polonia, compartiendo y siendo en definitiva testigo privilegiado de un “auténtico momento de transición” cultural. En dicha transición ya estaban presentes los objetivos de fondo que a lo largo de las diferentes etapas de la evolución artística de Jerzy Grotowski (4) han marcado y orientado su trayectoria y que Marco de Marinis resume así: “El hombre y su viaje hacia la verdad a través de un proceso más allá de la máscara de lo cotidiano, lo social y lo cultural” (5)

 
El mismo Marinis enumera los tres presupuestos fundamentales que han sido la base con la que Grotowski, desde el primer período del Teatro de la representación hasta su última etapa de las Artes rituales, ha avanzado en su viaje hacia la verdad:

 

 

• La autonomía del teatro con respecto a la matriz literaria.
• El protagonismo del actor y su expresión física.
• El contacto con el espectador.

 

 

Sin embargo, resulta evidente que sus últimos treinta años de investigación y estudio -desde que en 1968 tuviera lugar su último estreno teatral: Apocalypsis cum figuris, repuesta después con continuas variaciones- han transcurrido fuera de los circuitos convencionales del teatro, en un aislamiento sólo roto
por las diversas invitaciones efectuadas a determinadas personas para asistir como “testigos” de sus procesos de trabajo, o su participación en diferentes encuentros teatrales.

 

 

En lo concerniente a la autonomia del teatro con respecto a la matriz literaria, Grotowski consideraba necesario que en la elección de un texto para un montaje – con independencia de la creación literaria surgida al mismo tiempo que el trabajo de creación teatral- debía tenerse en cuenta el que existiera una determinada relación, tanto por parte del director como del actor, con el texto seleccionado. Por este
motivo Grotowski recurría para sus representaciones al repertorio romántico y dentro del mismo a la literatura polaca encuadrada en él; elección surgida de la necesidad que Grotowski sentía de confrontar todas las potencialidades de la propia naturaleza individual: “para poder penetrar en este territorio que se halla más allá del pensamiento, mejor dicho, más atrás del ser” (6)

 

 

Para Grotowski el texto ha de estar vivo dentro del director o del actor, y por ello es necesario que el creador busque aquel repertorio al que está “condenado”; con él, director y actor encuentran lo esencial de sí mismos al tiempo que lo colectivo, confrontando estos dos aspectos -individual y de grupo- y estando obligados a ofrecer una respuesta personal: “…no estamos obligados a ilustrar o servir un texto, sino que estamos obligados a ofrecerle nuestra propia respuesta, es decir, utilizar todas nuestras experiencias, crear a nombre propio y confrontarnos con el texto” (7)

 

 

Grotowski, en la búsqueda “de lo infantil que llevamos dentro” apela al desafío que supone el utilizar un texto interiormente vivo que explica las experiencias: “de los otros, de nuestros contemporáneos y de las generaciones pasadas” (8)
y que por lo tanto explica también parte de lo que uno es como heredero de tales experiencias, reclamando además el texto esa respuesta personal ante la “fascinación”, el “desarraigo” y la necesidad de “trascenderlos” que dicha confrontación provoca en cada uno. En cualquier caso para Grotowski, como creador teatral: “lo importante no son las palabras sino lo que hacemos con ellas, lo que reanima a las palabras inanimadas, lo que las transforma en «la Palabra»”(9)

 

 

Sin embargo paulatinamente el trabajo de Grotowski pasó a utilizar el habla limitándola sólo: “a lo que era esencial para mostrar el significado simbólico de la acción, basada en la mímica, y las palabras se redujeron a sonido puro para producir asociaciones espontáneas en la mente del espectador” (10) De esta forma, como señala MªÁngeles Grande Rosales (11), en el teatro de Grotowski la misma palabra deviene en gesto, haciendo así una relectura de las ideas sobre el atletismo afectivo desarrolladas por Artaud – en las que reflexionaba sobre el origen orgánico de las pasiones-. En palabras de Grotowski: “Si bien su profetismo es impracticable – el de Artaud- (…) planteó algo que nosotros somos capaces de alcanzar mediante otros caminos (…) A final de cuentas estamos hablando de la imposibilidad de separar lo espiritual y lo físico. El actor no debe usar su organismo para ilustrar un ‘movimiento del alma’, debe llevar a cabo ese movimiento con su organismo” (12)

 
Grande Rosales observa cómo la teoría de Artaud acerca del cuerpo como base orgánica que hace posibles los movimientos interiores del alma, encuentra su continuación en la iconidad de los ideogramas de Grotowski, ya que en el creador polaco: “el cuerpo se considera una estructura simbólica y simbolizable, cuyo mimetismo va más allá de sí mismo y se proyecta en una psique colectiva” (13) trascendiendo su sustancia y aspirando al mito.

 

 

En este sentido, y a pesar de que en diferentes escuelas de finales del siglo XIX y principios del XX algunos actores comenzaron a prepararse fuera de los métodos del teatro convencional en base a diferentes ejercicios físicos, sin que dicha preparación estuviera necesariamente enfocada o supeditada a una inmediata producción, el concepto y la práctica del training no se desarrollaron enteramente hasta la llegada de Grotowski y su trabajo en el laboratorio teatral de Wroclaw en los años sesenta: “a partir de Grotowski – señala Nicola Savarese – la palabra training pasa a formar parte del lenguaje occidental” (14)

 

 

Así, en la representación cobra importancia la expresión física, el gesto del actor que, según Patrice Pavis, Grotowski veía como objeto de una investigación, de una producción-desciframiento de ideogramas, negándose a separar pensamiento y actividad corporal, intención y realización, idea e ilustración: “Hay que buscar constantemente nuevos ideogramas y entonces su composición parecerá inmediata y
espontánea. El punto de partida de estas formas gestuales es la estimulación y el descubrimiento en sí mismo de las reacciones humanas primitivas. El resultado final es una forma viva que posee su propia lógica” (15) nacida del impulso que desbloquea al actor y lo abre al acto total, poniendo en juego todos sus recursos psico-físicos; lo que en Barba sería el cuerpo decidido del actor en busca de la técnica extra-cotidiana del cuerpo, para la que éste: “no estudia fisiología, sino que crea una red de estímulos externos a los cuales reaccionar con acciones físicas.” (16)

 

 

Por ello el actor de Grotowski no debe ser un “actor cortesano” de técnica deductiva (esto es, basada en una acumulación de habilidades), sino que por el contrario ha de ejecutar una técnica inductiva (es decir, una técnica de eliminación); es el “actor santificado”: “El actor que trata de llegar a un estado de autopenetración, el actor que se revela a sí mismo, que sacrifica la parte más íntima de su ser, la más penosa, aquella que no debe ser exhibida a los ojos del mundo, debe ser capaz de manifestar su más mínimo impulso. Debe ser capaz también de expresar, mediante el sonido y el movimiento, aquellos impulsos que habitan la frontera que existe entre el sueño y la realidad. En suma debe poder construir su propio lenguaje psicoanalítico de sonidos y gestos de la misma manera en que un gran poeta crea su lenguaje de palabras.” (17) Así nos encontramos con otra de las constantes en la experimentación de Grotowski: “la búsqueda de la autenticidad en la representación. El actor como sacerdote, el otro polo de la comunión, debe presentar una revelación que provoque una fe si se quiere que el ciclo se complete y la pieza tenga una justificación intrínseca para el espectador que justifique su integración estructural en la acción” (18)

 

 

En virtud de estos principios, el teatro se va reduciendo progresivamente a la interacción de actor-espectador: “desde el teatro laboratorio de Grotowski -como señala Patrice Pavis- sabemos de nuevo que el teatro es lo que ocurre entre un actor y un espectador. La mayor parte de las investigaciones consiste en extender los límites de ambos imperios. El espectador amplía su facultad de percibir lo inédito y lo irrepresentable. El actor organiza su cuerpo según una doble exigencia: ser legible en su expresividad, ilegible en cuanto a su significación o a sus intenciones.” (19) Esta interacción, por otra parte, tendrá su continuación en el trabajo desarrollado por Eugenio Barba, quien: “a través de su labor pionera en la investigación antropológica del teatro, asume el reto de descodificar el cuerpo del actor occidental y lograr, por último, una plasmación de su efectividad escénica a través de la articulación de la materialidad del significante.” (20)

 

 

Si para Grotowski era posible definir el teatro como “aquello que ocurre entre el espectador y el actor” (21), desde su visión del arte teatral el mayor enemigo para el actor es lo que denomina publicotropismo, es decir, el actor subordinado oportuna y servilmente y siempre dispuesto a gustar y a obtener el aplauso y el elogio del público. Para Grotowski el actor no debe recitar para el público, sino que debe recitar en presencia del mismo, intentando establecer con él una confrontación. Así, en lo concerniente al espectador y para lograr sus objetivos, el creador polaco necesita entonces: “un actor y un público nuevo, no aquel genéricamente indeferenciado, sino un público no indeferenciado – compuesto además de pocos espectadores por función
– que alimente auténticas exigencias espirituales y que desee realmente definir a sí mismo a través de una confrontación directa con la representación.” (22)

 

 

Con este objetivo Grotowski intentó hacer del espectador un elemento más del espectáculo: “uno de los factores constantes de la experimentación de Grotowski es un intento de imponer al público una orientación psicológica que logre integrarlo en forma particular con cada obra” (23) incorporándolo incluso a la acción escénica dependiendo de las necesidades de la representación. Tiempo después, no obstante, el mismo Grotowski llegó a la conclusión de que tales métodos resultaban contraproducentes y como consecuencia formuló su idea del espectador como testigo: “cuando queremos dar al espectador la posibilidad de una participación emocional directa (…) se hace necesario alejar a los espectadores de los actores, lo contrario de cuanto en apariencia podría ser (…) El espectador tiene vocación para ser observador, pero sobre todo para ser testigo. Testigo no es aquel que mete la nariz en todas partes, que se esfuerza por estar la más cerca posible y hasta por inferir en la actividad de los demás. El testigo se mantiene alejado, no quiere entrometerse, desea ser consciente y observar aquello que ocurre de principio a fin y considerarlo en la memoria (…) ser testigo; es decir, no olvidar.” (24)

 

 

Buscando la caída de las barreras entre las personas, Grotowski pretende a su vez el derribo de las barreras individuales, derribo mediante el cual el actor trasciende su ego transfigurándose lo individual en una imagen de lo universal, ya que: “todo el enfoque de Grotowski presupone que la personalidad es superficial, artificial, mientras que en sus raíces la humanidad es genérica”, pasando el actor a encarnar al mito dándole vida.

 

 

Si el desarrollo de sus investigaciones había llevado a Grotowski a la eliminación paulatina de la trama y del personaje mismo en favor del actor santo, purificado, que supera sus bloqueos físicos y fundamentalmente psicológicos para autotrascenderse, la culminación de la búsqueda técnica situó al creador polaco: “en un territorio totalmente distinto, donde ya no eran aplicables los requerimientos del teatro. (…) la nueva autenticidad en la actuación reveló la artificialidad intrínseca de la relación actor/ público, aun cuando unos participaran funcionalmente en la representación y otros recibiesen un papel que se traslapaba con la realidad” (25)

 

 

Por ello, y en ese deseo por hallar la síntesis esencial del teatro, Grotowski abandona las representaciones y procura interrelacionar el trabajo de actores con diferentes tradiciones -venidos de distintas escuelas o disciplinas tradicionales, con religiones y lenguas diferentes, etc.- experimentando para una posible comunicación durante la etapa del Teatro de las fuentes: “Una especie de yoga teatral donde se pudiese descubrir cosas muy simples” (26) Sin embargo, la conclusión que Grotowski obtuvo de este trabajo fue precisamente la de que resultaba imposible obtener un resultado válido desde la síntesis o la mezcla cultural, en la que un poco de cada parte equivalía a no extraer nada de ninguno de los ingredientes utilizados.

 

 

De esta forma y según sus propias palabras, su Teatro de las fuentes se concentró más en el campo de la investigación que en el de la acción. En esta fase de su trayectoria Grotowski recuperó con una nueva mirada el interés por los aspectos antropológicos, históricos y religiosos esbozado anteriormente en sus primeros períodos. En este sentido, Marco de Marinis observa que si bien su atención inicial se centró en las tareas de dirección e investigación sobre el actor, en esta nueva etapa el eje central de su búsqueda recayó en el hombre en sí y en sus diferentes técnicas de conducta, corporales o no, técnicas: “que le permiten, en cualquier época y latitud, tratar de mantener las raíces, con su propio proceso orgánico, saltando también los muros que normalmente obstruyen su percepción interna y externa” (27)

 

 

De esta manera el teatro se convierte con Grotowski, tal y como lo señala Peter BrooK, en un vehículo de búsqueda espiritual: “en el sentido que yendo hacia la interioridad del hombre, se pasa de lo conocido a lo desconocido, y que, a medida que el trabajo de Grotowski, gracias a su evolución personal, se ha vuelto más esencial, los puntos interiores que fueron tocados se han vuelto más y más inalcanzables, siempre más lejanos de toda definición ordinaria” (28). Esta concepción del arte como vehículo se hace especialmente evidente en su última etapa de las Artes rituales, cuando en 1985 Grotowski se traslada a Pontedera, en Italia, y comienza su retiro y su aislamiento del mundo con la intención de concentrarse totalmente en el trabajo hacia la verdadera maestría; maestría que Grotowski encuentra presente en los detalles destilados de los “fragmentos de actuación” tratados en su etapa de transición entre el Teatro de las fuentes y el de las Artes rituales -conocida por el nombre de Drama objetivo-. Estos “fragmentos de actuación” no son otra cosa más que los elementos performativos que probablemente existieron antes de que el arte se emancipara del resto de los campos de la existencia humana; en la investigación sobre estos elementos, Grotowski pretende: “reevocar una forma de arte muy antigua, cuando el ritual y la creación artística eran la misma cosa. Cuando la poesía era canto, el canto encantación, el movimiento danza. O si prefieren: el arte antes de su emancipación, cuando era extremadamente potente en la acción. A través del tocarlo, independientemente de la motivación filosófica o teológica, cada uno de nosotros puede reencontrar su propia conexión” (29)

 

 

Mediante la enseñanza maestro-discípulo se trabaja en base a unos elementos básicos: cantos, acciones físicas y danzas, en ejercicios donde lo único importante es: “la lógica y la claridad de las acciones y a través de éstas el proceso de los participantes que las hacen vivir” (30) Como estas técnicas dramáticas no son sino el vehículo para el desarrollo del trabajo interno, iniciático, es necesario que sean dominadas con maestría. Sin embargo en esta fase del trabajo de Grotowski no puede decirse que exista el actor, como tampoco el espectador; por el contrario, la figura que encarnan sus discípulos es la del Performer: “El Performer, con mayúscula, es el hombre de acción. No es el hombre que hace la parte de otro. Es el danzante, el sacerdote, el guerrero: está fuera de los géneros estéticos. El ritual es performance, una acción cumplida, un acto. El ritual degenerado es espectáculo. No quiero descubrir algo nuevo, sino algo olvidado. Algo tan viejo que todas las distinciones entre géneros estéticos ya no son válidas” (31)

 

 

En definitiva Grotowski concentró finalmente toda su atención en la técnica, en la maestría, en el oficio y la plenitud competitiva en un intento de recuperar los valores arcaicos del teatro: “No somos modernos, por el contrario somos totalmente tradicionales (…) Sucede así que lo más sorprendente sean las cosas que alguna vez existieron. Y éstas nos golpean por la novedad tanto más fuerte cuanto más profundo sea el pozo de tiempo que de ellas nos separa” (32)

 

 

NOTAS

 

 

1 Eugenio Barba “La canoa de papel. Tratado de Antropología Teatral” Grupo editorial Gaceta. Col.Escenología nº 18. México 1992. Pág 18

2 Ibid, pág 18.

3 Ibid, pág 19.

4 Zbigniew Osinki, Revista “MÁSCARA” Escenología A.C. Año III. Nº 11-12. México Enero 1993. Pág. 84; en su artículo “Grotowski traza los caminos: del drama objetivo a las artes rituales” publicado por la revista mexicana, enumera las diferentes etapas de J.Grotowski: 1) Teatro de espectáculos 1957/59 -1969; 2) Teatro Participativo o Parateatro 1969-1978; 3) Teatro de las fuentes 1976-1982; Etapa de transición: Drama objetivo 1982-1985; 4) Artes rituales 1985 hasta su muerte en el año 1998.

5 En su artículo: “Teatro rico y teatro pobre” Revista “MASCARA” cit. Pág. 85.

6 Jerzy Grotowski “Hacia un teatro pobre” S.XXI Editores. México 1984. Pág 226.

7 Ibid, pág 227.

8 Ibid, pág 227.

9 Jerzy Grotowski, citado por Mªdel Carmen Bobes Naves “Semiología de la Obra Dramática” Arco Libros, Madrid 1997. Pág. 112.

10 Christopher Innes “El teatro sagrado. El ritual y la vanguardia” Fondo Cultura Económica. México D.F. 1ªedi. 1981. Pág. 184.

11 MªÁngeles Grande Rosales “La noche esteticista de E.G.Craig. Poética y práctica teatral” Serv.Publicaciones Univ.Alcalá de Henares, Anexos de la Revista Teatro nº 5. Madrid 1997. Pág 270.

12 Jerzy Grotowski, citado por MªÁngeles Grande Rosales. Op. Cit. Pág 270.

13 MªÁngeles Grande Rosales. Op.cit. Pág 270.

14 Eugenio Barba, Nicola Savarese “El Arte secreto del actor” Pórtico Ciudad de México; Escenología A.C.; ISTA. México 1990. Pág 332.

15 Jerzy Grotowski, citado por Patrice Pavis “Diccionario del teatro” Paidós Comunicación, Barcelona, 1ª edi. 1998. Pág 223.

16 Eugenio Barba “La canoa de papel” pág 60.

 

Texto Original: Gerlac Holda

                                                 

 

 

Jerzy Grotowski, exponente de la vanguardia escénica de este siglo, continuador del método de Stanislavski; el maestro que estudió como nadie el oficio del actor. En la década del 70, en la era de los grandes festivales internacionales de teatro, los grupos jóvenes se inspiraban casi totalmente en las ideas estéticas de Grotowski. Los jóvenes actores y realizadores se hallaban poseídos por Grotowski, Stanislavski y Antonin Artaud. Estos tres maestros eran la llave maestra hacia los secretos de la creatividad teatral.

 
Jerzy Grotowski, antes que nada, fue un maestro en el arte de la dirección escénica (sus puestas en escena de AKROPOLIS o APOCALIPSIS CUM FIGURIS, en 1970, asombraron al público y a la crítica mundial). Sin embargo, cesó de montar espectáculos y, al igual que su ídolo Stanislavski, dedicó los últimos años de su vida a investigar el arte del actor gracias al apoyo financiero del Centro para la Investigación y Experimentación Teatral de Pontedera, Italia, de Roberto Bacci y Carla Pollastrelli, quienes tuvieron el mérito de permitirle a Grotowski dedicarse a la investigación pura, sin someterlo a la exigencia de generar resultados rápidos y tangibles.

 
Multitud de discípulos procedentes de todos los puntos del globo se entregaban a la enseñanza de Grotowski para, como expresa Brook, hallar en el teatro ” un vehículo, un medio de autoestudio, de autoexploración, una posibilidad de salvación.” Y es así que el actor encuentra ” en sí mismo su campo de trabajo. Dicho campo es más rico que el del pintor, más rico que el del músico, puesto que el actor, para explorarlo, ha de apelar a todo aspecto de sí mismo”. El actor según el gran director polaco, se debe a un designio superior, a algo superior a sí mismo y al peligro de la vanidad personal.

 
Jerzy Grotowski tomó el método de las acciones físicas elaborado por Constantín Stanislavsky y lo prosiguió, llevándolo en su investigación hacia distintas etapas, que fue sucesivamente superando y descartando.

 
Entre esas etapas el maestro polaco transitó por los trabajos del “Teatro de las trece filas” de Opole, por las experiencias parateatrales, el teatro de las fuentes, el drama objetivo, hasta concentrarse en lo que le llevaría los años más silenciosos y tal vez los más fecundos de su investigación intelectual y espiritual, lo que se llamó “el yoga del actor”, un concepto que se basa en una concepción de arte como vehículo.

 
Es necesario comprender que Grotoswki era un hombre en busca de la espiritualidad, y el teatro le había brindado la posibilidad de emprender esa búsqueda a través de lo físico, de la relación del hombre primeramente con el mundo, con el otro después y consigo mismo al final. Este trabajo, por lo tanto, excede las fronteras de una técnica teatral propiamente dicha, para sumergirse en la densa y personal experiencia casi mística de un hombre que bucea en las posibilidades íntimas del espíritu a través del camino del cuerpo.

 
Grotowski no es un iluminado ni un genio incomprendido, sino un hombre que trata honestamente de comprenderse a sí mismo, de explicar su condición, de buscar su trascendencia y su sentido humano, y emprende esta tarea a través de la investigación en la técnica teatral. Porque el teatro permite indagar el espíritu a través del cuerpo, y sobre todo permite, a un director, observar y seguir ese proceso de indagación en los otros, en sus discípulos-actores.

 
En este sentido y teniendo en cuenta la inclinación profunda de Grotowski por la cultura de la India y su mística, debemos recordar las técnicas de los yoguis indios, que a través de la concentración y la meditación llevan su cuerpo a estados especiales, en los cuales logran prescindir de las necesidades físicas y liberar el espíritu, que de este modo puede desplazarse y contemplar la realidad, e incluso, según algunos, puede viajar en el tiempo, ya que está libre de las ataduras corporales. No por casualidad los maestros espirituales de Grotowski fueron los esotéricos Gourdief y Ouspensky.

 
Es necesario, por lo tanto, considerar a Grotoswki un investigador espiritual, un creyente íntegro que trata de restañar las fisuras de su espíritu con un trabajo ininterrumpido que, sin duda, es un trabajo místico. Por eso es paradójico decirse “seguidor” de Grotowski, o hablar de un teatro grotowskiano, ya que un verdadero seguidor del maestro polaco debería ser un buscador espiritual, más que un teatrista.
Desde este punto de vista, Eugenio Barba tiene muy poco que ver con Grotowski, más allá de una concepción del teatro como entrenamiento e investigación permanente en esa dirección, con el agregado, en el caso del director italiano, de la búsqueda antropológica y la inspiración en fuentes culturales indígenas, tribales, exóticas, etc.
Por lo tanto, si quisiéramos verdaderamente “seguir” a Grotowski, deberíamos someternos a un plan de renuncia y a un ascetismo rayando en lo religioso (religioso en sentido neto), y considerar que lo espectacular puede ser un emergente, interesante pero no necesariamente indispensable en el proceso teatral. En efecto, el espectáculo, al que renuncia Grotowski durante treinta años –y hubiera seguido renunciando para siempre si hubiera vivido- es una etapa en la investigación, pero cuando se aparta de lo espiritual y ya no satisface las necesidades internas, cuando no contribuye a esa búsqueda íntima del yo, se vuelve superfluo y hasta nocivo para el actor-discípulo.

 
Grotowski habla del “actor santo” y a la luz de estas consideraciones podemos comprender cuán profundamente un actor tiene que dedicar su entera existencia a la búsqueda de la verdad interior y al trabajo sobre sí mismo para acercarse a este ideal.
Sin embargo, el maestro polaco no habla de la santidad del director, del conductor de este proceso teatral-técnico-místico al que se entrega un verdadero actor- discípulo. Creo que basta el ejemplo de la misma vida de Grotowski, sus treinta años de encierro e investigación, para dar una idea de las características que debería cumplir el “director santo”.

 
Daniel Fermani

 
Hoy, Grotowski está casi olvidado. Muy pocos conocen su obra y su legado. Por esa razón presentamos como introducción a su trabajo el texto que Peter Brook, ese otro gran maestro, le dedica en El Espacio Vacío:

 
«En Polonia hay una pequeña compañía dirigida por un visionario, Jerzy Grotowski, que también tiene un objetivo sagrado. A su entender el teatro no puede ser un fin en sí mismo; como la danza o la música en ciertas órdenes de derviches, el teatro es un vehículo, un medio de autoestudio, de autoexploración, una posibilidad de salvación. El actor tiene en sí mismo su campo de trabajo. Dicho campo es más rico que el del pintor, más rico que el del músico, puesto que el actor, para explorarlo, ha de apelar a todo aspecto de sí mismo. La mano, el ojo, la oreja, el corazón son lo que estudia y con lo que estudia. Vista de este modo, la interpretación es el trabajo de una vida: el actor amplia paso a paso su conocimiento de sí mismo a través de las penosas y siempre cambiantes circunstancias de los ensayos y los tremendos signos de puntuación de la interpretación. En la terminología de Grotowski, el actor permite que el papel lo “penetre”; al principio el gran obstáculo es su propia persona, pero un constante trabajo le lleva a adquirir un dominio técnico sobre sus medios físicos y psíquicos, con lo que puede hacer que caigan las barreras. Este dejarse “penetrar” por el papel está en relación con la propia exposición del actor, quien no vacila en mostrarse exactamente como es, ya que comprende que el secreto del papel le exige abrirse, desvelar sus secretos. Por lo tanto, el acto de interpretar es un acto de sacrificio, el de sacrificar lo que la mayoría de los hombres prefiere ocultar: este sacrificio es su presente al espectador. Entre actor y público existe aquí una relación similar a la que se da entre sacerdote y fiel. Está claro que no todo el mundo es llamado al sacerdocio y que ninguna religión tradicional lo exige. Por una parte están los seglares -que desempeñan papeles necesarios en la vida- y, por la otra, quienes toman sobre sí otras cargas, por cuenta de los seglares. El sacerdote celebra el rito para él y en nombre de los demás. Los actores de Grotowski ofrecen su representación como una ceremonia para quienes deseen asistir: el actor invoca, deja al desnudo lo que yace en todo hombre y lo que encubre la vida cotidiana. Este teatro es sagrado porque su objetivo es sagrado: ocupa un lugar claramente definido en la comunidad y responde a una necesidad que las Iglesias ya no pueden satisfacer.

 
El teatro de Grotowski es el que más se aproxima al ideal de Artaud. Supone un modo de vida completo para todos sus miembros y contrasta con la mayoría de los otros grupos de vanguardia y experimentales, cuyo trabajo suele quedar invalidado por falta de medios. La mayor parte de los intentos experimentales no pueden hacer lo que desean debido a que las condiciones externas pesan demasiado sobre ellos: dificultades en el reparto de papeles, reducido tiempo para ensayar debido a que los actores han de ganarse la vida en otros menesteres, inadecuados locales, trajes, luces, etc. La pobreza de medios es a la vez su queja y su excusa. Grotowski hace un ideal de la pobreza: sus actores renuncian a todo excepto a su propio cuerpo, tienen el instrumento humano y tiempo ilimitado. No es, pues, asombroso que se consideren el teatro más rico del mundo.

 
Estos tres teatros -Cunningham, Grotowski y Beckett-, tienen varías cosas en común: escasos medios, intenso trabajo, rigurosa disciplina, absoluta precisión. Al mismo tiempo, y casi como condición, son teatros para una élite. Merce Cunningham suele actuar en salas humildes y el escaso respaldo con que cuenta, y que escandaliza a sus admiradores, le tiene sin cuidado. Beckett raramente llena una platea de mediana capacidad. Grotowski no acepta más de treinta espectadores. Está convencido de que los problemas a los que ha de hacer frente, tanto él como los actores, son tan grandes que un mayor número de espectadores llevaría al desleimiento del trabajo. Me dijo lo siguiente: “Mi búsqueda se basa en el director y en el actor. Usted la basa en el director, el actor y el público. Acepto que esto sea posible, aunque para mí es demasiado indirecto.” ¿Está en lo cierto? ¿Son éstos los únicos teatros posibles para tocar la “realidad”? Sin duda son auténticos para sí mismos, sin duda afrontan la pregunta básica de por qué el teatro, y cada uno ha encontrado su respuesta. Todos ellos parten de su hambre, todos ellos se afanan en disminuir su propia necesidad. Y sin embargo, la misma pureza de su resolución, la elevada y seria naturaleza de su actividad, colorea inevitablemente sus elecciones y limita su campo de acción. No pueden ser esotéricos y populares al mismo tiempo. No hay muchedumbre en Beckett, no hay ningún Falstaff.
…En su vida privada, los principales actores de Grotowski coleccionan con avidez discos de jazz, pero no ofrecen canciones populares en el escenario, a pesar de ser éste su vida. Estos teatros exploran la vida, pero lo que cuenta como vida es restringido. La vida “real” excluye ciertos rasgos “irreales”. Si leemos hoy día las descripciones de Artaud sobre sus producciones imaginarias, vemos que reflejan sus gustos personales y la corriente de imaginación romántica de su tiempo, ya que tiene una cierta preferencia por la oscuridad y el misterio, la salmodia, los gritos sobrenaturales, las palabras sueltas en vez de las frases, las formas amplias, las máscaras, los reyes, emperadores y papas, los santos, pecadores y flagelantes, la vestimenta negra y la piel desnuda y arrugada por el dolor. Un director que trate con elementos que existen fuera de él puede engañarse al considerar su trabajo más objetivo de lo que es en realidad. Por la elección de ejercicios, incluso por la forma de alentar al actor a que encuentre su propia libertad, un director no puede evitar que su estado de ánimo se proyecte sobre el escenario. El supremo objetivo para el director sería estimular tal efusión de la riqueza interior del actor, que transformase por completo la naturaleza subjetiva de su impulso original. Por lo general, el esquema dcl director o del coreógrafo se transparenta, y aquí es donde la deseada experiencia objetiva puede convertirse en la expresión de la fantasía personal del director. Podemos intentar captar lo invisible pero no debemos perder el contacto con el sentido común: si nuestro lenguaje es demasiado esencial perderemos parte de la fe del espectador. Como siempre, el modelo es Shakespeare. Su objetivo es siempre sagrado, metafísico, pero nunca comete el error de permanecer demasiado tiempo en el nivel más alto. Sabía lo difícil que nos resulta mantenernos en compañía con lo absoluto, y por eso nos envía continuamente a tierra; Grotowski reconoce esto al hablar de la necesidad tanto de la “apoteosis” como de lo “irrisorio”. Hemos de aceptar que nunca podemos ver todo lo invisible. Así, tras hacer un esfuerzo en esa dirección, tenemos que afrontar la derrota, caer e iniciar de nuevo la marcha.»

 
Peter Brook, El espacio vacío, Arte y técnica del teatro.